Ignacio Camacho-ABC
- La ineficacia gubernamental ha convertido en un rotundo fracaso la experiencia de recentralización del mando
Si el Gobierno no tiene un plan de desconfinamiento -y es obvio que no lo tiene porque el ministro de Sanidad así lo ha confesado- resulta lógico que algunas autonomías reclamen que les dejen articularlo porque disponen de información más detallada sobre sus necesidades económicas y sociales y sobre los focos de contagio. En las comunidades se viene incubando desde la implantación del decreto de alarma un conflicto de competencias poco disimulado que ha tenido episodios bastante tensos a propósito de la compra de material sanitario. Era evidente que la gravedad de la crisis requería un patrón unificado de mando, medida que salvo en los territorios de hegemonía nacionalista contó con un consenso mayoritario, pero la ineficiencia ministerial ha exasperado
a los ciudadanos y ha convertido la recentralización del poder en un rotundo fracaso. La experiencia era importante porque afectaba al debate sobre la funcionalidad de la actual estructura del Estado; sin embargo, y ante la imposibilidad de saber cómo habría resultado el ensayo con un Ejecutivo en mejores manos, hasta los más acérrimos adversarios del Título Octavo tendrán que admitir que la concentración de decisiones sólo ha servido para nacionalizar el caos.
Era esperable. Salvo en Defensa, que se beneficia de la operatividad de los militares, el Estado ha perdido la capacidad e incluso la memoria de gestionar servicios esenciales. Muchos ministerios son carcasas huecas donde montones de funcionarios eficaces se aburren en tareas sin contenido relevante; a Salvador Illa lo envió Sánchez a Sanidad para que se ocupase, por falta de mejor quehacer, de la interlocución con los soberanistas catalanes. Este Gabinete fue troceado con cuchillo de carnicero para dar a Podemos su parte clientelar a base de otorgar rango de cartera a direcciones generales ya bastante menguadas de cometidos y responsabilidades. La irrupción del Covid lo ha pillado sin organización, sin sistema, sin andamiaje técnico y por supuesto sin planes, ni de contingencia ni epidemiológicos ni de ninguna clase. Una crisis de gran calibre sólo podía conducir a este desenlace: una calamidad política sobrepuesta al propio desastre.
La reclusión general ha camuflado las carencias del modelo porque a un mecanismo parado no se le ven los defectos. Pero se aproxima la fase crítica, la de arrancar de nuevo, y hasta ahora nadie parece tener idea de cómo hacerlo. Los errores serán literalmente letales, sin margen de prueba ni tanteo. Para abordar un planteamiento zonal asimétrico sería un disparate despreciar el criterio de unas autonomías que administran los recursos para actuar sobre el terreno. El pacto que busca lo tiene delante: fuera del orate Torra hay muchos presidentes regionales con voluntad de acuerdo. Y este Gobierno carece de confianza para asumir por su cuenta un riesgo que no es suyo, sino nuestro.