Juan Carlos Girauta-ABC
- Uno puede zafarse de la lluvia de barro cultural. Sin embargo, permanecer incólume exige protegerse por completo de la televisión y de la radio
Hay una depresión colectiva y he encontrado al culpable: el que, viviendo de escribir, escribe mal. El guionista romo y perezoso de los programas de humor, el redactor de anuncios publicitarios. Con los diálogos inverosímiles de series y películas no hay problema, puedes zapear. Cuando se iba al cine era más difícil. Habías pagado, y abandonar la sala era como tirar dinero. Aunque tal barrera psicológica no me impidió largarme mil veces, lo habitual era tragarse el truño. Otro tanto sucede con los libros; de joven adquirí la virtuosa costumbre de condenar al último estante o regalar el ejemplar tan pronto como la vacuidad se hacía patente.
A veces un autor cuya obra te plugo produce una chorrada. Suele hacerlo empujado por su editorial, renuente a dejar en paz a sus autores hasta que tengan algo que decir. Si el libro que se te cae de las manos lo firma un autor contemporáneo que antes te agradó, lo interpreto como una estafa. Deplorando las frases prescindibles, y aun los adjetivos superfluos, ¿cómo voy a tolerar un libro que desde las primeras páginas proclama su carencia de sustancia? Así sentencié -por poner solo ejemplos extranjeros y no tocar a nadie cercano las narices- a Yuval Noah Harari y a Markus Gabriel. No me coloques a traición ‘21 lecciones para el siglo XXI’ después de haber escrito ‘Sapiens’. Ahórrate ‘Ética para tiempos oscuros’ cuando has concebido ‘Por qué el mundo no existe’.
No me malinterpreten, las carreras intelectuales o literarias no tienen por qué ser una línea recta ascendente, o una línea horizontal en lo alto. Caben altibajos. Lo que no deberíamos perdonar son las obritas con que el israelí o el alemán del ejemplo aprovechan su renombre para explicarte que se cuentan entre los buenos, que están en perfecta sintonía con los seudovalores dominantes, que el Foro Económico Mundial y la banca moralista pueden contar con ellos para lo que se tercie.
Resumiendo: uno puede zafarse en gran medida de la lluvia de barro cultural. Sin embargo, permanecer incólume exige protegerse por completo de la televisión y de la radio, donde el riesgo de ver insultada tu inteligencia es altísimo. Ineludible en fin de año, sin ir más lejos, cuando todos los programas especiales, sin excepción, se refocilan en el gregarismo sentimental y agotan las baraturas de parvulario. Solo para que improbables celebridades domésticas, las gretas puretas y sus muñecos Ken, muestren su adscripción a las causitas de rigor. Exhibicionismo buenista con escote y brindis. Profesiones de una fe de sustitución, una nada ñoña que te adocena.
Y los anuncios, otro tanto, con esos jubilados serenos de cabello plateado. Tan serenos que solo pueden estar drogados. Y las frasecitas sin sentido, concebidas en un español malo desde estructuras lingüísticas del inglés americano. Todo tan deprimente que luego coges el ‘Breviario de podredumbre’ de Cioran y te animas.