Ignacio Varela-El Confidencial
El comportamiento de Cs y de su líder hace de ese partido un agente adicional de inestabilidad y crispación en la desquiciada política española. Lo contrario de lo que figuraba en la etiqueta original
En la crónica de los últimos días figura que Albert Rivera no acudirá a una reunión con Pedro Sánchez para hablar sobre la investidura. Que Ciudadanos se negó a participar en una reunión de los tres socios de su propia coalición electoral en Navarra, forzando la ridícula situación de que UPN tuviera que reunirse por separado con el PP y con Cs…¡para suscribir el mismo documento! Que Villegas y Girauta sabotearon desde Madrid el acuerdo para el Gobierno de Murcia con sendas declaraciones deliberadamente provocadoras mientras se ultimaba el acuerdo. Que, además, rompió estrepitosamente con Manuel Valls y enseñó la puerta de la calle a quienes discrepan (“si no les gusta, que monten otro partido”).
Analizadas por separado, quizá pueda explicarse cada una de esas actuaciones. Vistas en conjunto y conectadas con los últimos meses, componen una imagen de intolerancia impropia de un partido que vino a la política española y se hizo atractivo para mucha gente precisamente por lo contrario.
Es difícil encontrar un partido al que Ciudadanos no obsequie estos días con su hostigamiento
Más que soberbia o sectarismo, ello muestra la inmadurez de un partido y un líder embutidos en un traje (el de sus ambiciones a corto plazo) que aún les viene grande por varias tallas. También el desconcierto estratégico derivado, por un lado, de sucesivos espejismos que indujeron errores en cadena; y por otro, de la dificultad de metabolizar aquella moción de censura que cambió por completo el tablero de juego y el juego mismo, haciendo descarrilar para Ciudadanos un plan que parecía perfecto. (Moraleja: en la política te haces adulto cuando aprendes a desconfiar de los planes perfectos).
Rivera construyó su mensaje electoral entero sobre el sobreactuado juramento de que, aunque se hunda el mundo, no negociará nada con Sánchez ni con su partido. Para dar verosimilitud a esa posición (no exenta de motivos), radicalizó el vocabulario y extremó la belicosidad hacia el PSOE, llegando a negarle su condición de partido constitucional. Puesto que el mismo anatema lo había lanzado antes contra Podemos, contra Vox y contra toda la galaxia nacionalista, el autodesignado repartidor de certificados de constitucionalidad dejó al espacio constitucional en los puros huesos.
Por otra parte, Ciudadanos tampoco oculta su diseño de una opa hostil hacia el Partido Popular. Convencido de que está condenado al declive, ha hecho causa de enviarlo al desván de la historia y ocupar su lugar al frente de la derecha. Para ello, ha debido someterse a una severa metamorfosis ideológica, ya que el primer requisito para ejercer el liderazgo de la derecha es hacerse integralmente de derechas. La obsesión de Rivera con el sorpaso al PP no está lejos de la que en su día se apoderó de Iglesias respecto al PSOE. Es posible que ambos terminen de la misma manera, convertidos en satélites de los dos viejos y resistentes partidos a los que quisieron abatir.
Luego llegó Vox y lo alborotó todo. Ahora Ciudadanos tiene la vicepresidencia de Andalucía y tendrá la de Castilla y León gracias a Vox. De la misma manera, Vox ha hecho a Begoña Villacís vicealcaldesa de Madrid, y Aguado aspira a un puesto similar en esa comunidad. Los pocos alcaldes de Ciudadanos lo son, en su mayoría, con el respaldo de Vox, que también le ha abierto las puertas de numerosos gobiernos municipales. Es insostenible aparentar que no existe o tratar como apestado a un partido cuyos votos se aprovechan —incluso se exigen— sin escrúpulo alguno.
En Europa hay ejemplos de dos actitudes frente a la extrema derecha populista: una es bloquear toda colaboración con ella y fortalecer, en cambio, la concertación de los partidos moderados del centro derecha y el centro izquierda. La otra, aceptar su colaboración e integrarlos en los gobiernos conservadores o en sus mayorías parlamentarias.
Rivera ha inventado una original tercera vía: por debajo de la mesa se nutre golosamente de los votos de Vox pero, de cara al tendido, lo envía a la leprosería. Su cordón sanitario a Vox solo opera de cintura para arriba; de cintura para abajo, funciona más bien una vergonzante concupiscencia de poder. Es difícil practicar a la vez la colusión y la colisión con una misma fuerza política. Veremos hasta dónde puede sostenerse semejante potaje.
Los dirigentes de Vox han elegido Murcia para demostrar que los leprosos también tienen su dignidad. En realidad, casi los obligaron a hacerlo. No puede ser casualidad que en el mismo instante en que se logra el milagro de sentar a los tres partidos de la derecha para acordar la investidura (dicen los asistentes que las coincidencias eran ya del 95%), el jefe del aparato de Rivera aparezca en Madrid negando toda relevancia negociadora a esa reunión y su compadre Girauta proclame: “Lean mis labios: Ciudadanos no hace acuerdos programáticos con Vox”. El sabotaje fue descarado: su verdadera finalidad se conocerá próximamente. Quizás a los socialistas murcianos les haya tocado la lotería. Mientras, Madrid espera.
Si de verdad Rivera quiere ser el próximo Gil Robles de la derecha española, antes o después tendrá que admitir que esa derecha tiene varias patas, y que no conviene tratarlas a patadas porque tras cada una de ellas hay millones de votantes. Si además quiere aparecer como un político moderado, tendrá que volver a comportarse como tal. De hecho, Casado ya le ha visto ese flanco y lo está aprovechando.
Lo cierto es que el comportamiento reciente de Ciudadanos y de su líder hacen hoy de ese partido, objetivamente, un agente adicional de inestabilidad y crispación en la desquiciada política española. Justamente lo contrario de lo que figuraba en la etiqueta original. La naranja se ha vuelto amarga. Algunos quizá lo vean como una oportunidad. Otros muchos, como el principio del fin de una esperanza.