Editorial de EL PAÏS
El rey emérito abandona España para evitar que sus asuntos personales afecten a la Monarquía
Independientemente de cualquier posible ramificación de los asuntos que se tramitan ante un tribunal suizo y el Supremo español, y que por el momento no suponen la imputación del anterior jefe del Estado, ni en aquel país ni en España, la decisión que hizo pública este lunes —todo indica que de forma consensuada con Felipe VI— es adecuada, pertinente y responsable. Adecuada en el calendario, porque una prolongación de las polémicas surgidas sin la necesaria respuesta en nada beneficiaría al prestigio de la Jefatura del Estado, a la estabilidad institucional y a la visión histórica del reinado de la Transición. Pertinente en su alcance, porque traza de forma clara un cortafuegos entre aquella y los discutibles avatares de las personas que la han encarnado: la salida de don Juan Carlos deslinda su vida personal de la residencia oficial en la que ha venido habitando. Responsable, porque implica una actitud de continuado apego a la arquitectura de la democracia española, por encima de errores o conductas inaceptables que se hayan registrado.
Ya el pasado 15 de marzo, Felipe VI quiso blindar a la institución retirando a su padre la asignación de casi 200.000 euros anuales que recibía de los Presupuestos de la Casa del Rey y renunciando a cualquier hipotética herencia que pudiera corresponderle en el futuro de los fondos que este tuviera en el extranjero. Según explicó en un extenso comunicado, la primera noticia sobre dichos fondos la tuvo la Casa del Rey a través de los abogados de Corinna Larsen, la examiga de Juan Carlos I, quien intentó forzar una negociación directa con La Zarzuela bajo amenaza de airear el escándalo, a lo que Felipe VI se negó de plano.
Aquella medida no fue, sin embargo, suficiente para evitar que el goteo de informaciones sobre la investigación abierta en Suiza haya salpicado a la Jefatura del Estado. Del mismo modo que la actuación de Juan Carlos I en los momentos más críticos de la Transición prestigió a la Monarquía, resultaba inevitable que las irregularidades financieras del anterior jefe del Estado empañasen su imagen.
El paso dado ahora para separar a la persona de la institución —alejando a don Juan Carlos de La Zarzuela— no ha sido fácil, por más que trasluzca un acuerdo entre padre e hijo con el objetivo común de salvaguardar a la Corona. Con 82 años, Juan Carlos I se marcha por la puerta de atrás del que ha sido su hogar durante casi 58 años. En cambio, Felipe VI no ha querido forzar la retirada del título honorífico de Rey a su padre y Juan Carlos I no ha querido renunciar a él voluntariamente.
En todo caso, el rey emérito mantiene intacta la presunción de inocencia, un derecho que le corresponde como a cualquier otro ciudadano. Ni el fiscal suizo ni el español que investigan los movimientos financieros de Corinna Larsen han presentado hasta ahora acusación alguna contra él. Si lo hacen, Juan Carlos I deberá defenderse y podrá ser juzgado, al menos por aquellos hechos posteriores a su abdicación en junio de 2014.
La conducta decepcionante y poco ejemplar de Juan Carlos I en sus últimos años de reinado no puede hacer olvidar su insustituible contribución al progreso y la libertad de los españoles durante casi medio siglo. Aun sin su compromiso y su decisión, es posible que la democracia se hubiera acabado asentando en España, pero a un coste mucho más alto. Por eso, quienes aprovechan la caída en desgracia de Juan Carlos I para reabrir el debate sobre la Monarquía deben plantearse si, más allá de que sea legítima la reivindicación republicana, esta tiene ahora consensos sociales y parlamentarios suficientes para traducirse en una reforma constitucional. Los datos indican lo contrario. Resulta por tanto irresponsable alimentar la crisis institucional en un momento en que el país necesita estabilidad, uniendo todas sus fuerzas para afrontar una crisis económica devastadora que ya ha llegado y una sanitaria que no se acaba de marchar.