ABC-IGNACIO CAMACHO

REGLAS DE CONVIVENCIA

EN los discursos del Rey, a diferencia de los de los políticos, caben todos los que quieran caber porque se mueven sólo en el terreno de los principios. Eso no significa que sean ambiguos –ya lo hubiese querido hace un año el independentismo– sino que la Corona está obligada, como poder simbólico, a expresarse en términos inclusivos. La ausencia de sesgo ideológico es su gran valor, el que da fortaleza y sentido a su continua apelación al espíritu de concordia del constitucionalismo. Nunca faltan los que prefieren sentirse excluidos, pero la neutralidad es el requisito esencial para que la institución monárquica goce de legitimidad de ejercicio. Su función, a menudo desdeñada, es la de señalar el camino, sin otra capacidad ejecutiva que la de sugerirlo; son los agentes públicos representativos los que deciden el recorrido, la velocidad y el ritmo. La excepcionalidad del año pasado, con la integridad de la nación en peligro, obligó al Monarca a plantarse frente al desafío; pero ni ésa puede ser la tónica habitual ni conviene que la alocución de Nochebuena traspase el umbral retórico desiderativo por mucho que las circunstancias políticas se hayan instalado en un permanente síndrome crítico.

Ello no obstante, la defensa de la Constitución que el lunes hizo Felipe VI adquiere singular importancia cuatro días después de que la Carta Magna fuese ninguneada por el Gobierno para facilitar a los nacionalistas un presunto ámbito de encuentro. El Gabinete, que dio su preceptivo visto bueno al texto, no puso objeciones a tan elemental fundamento porque el sanchismo vive en un estado mental esquizofrénico que le permite hacer y decir una cosa y su contraria sin atisbo de remordimiento. La disertación real contenía, como es usual, un tono lo bastante genérico para acogerse a ella en algún aspecto, y la llamada al diálogo y la convivencia era inobjetable salvo para la demencia del separatismo insurrecto. Sólo que es este presidente el que está rompiendo el consenso de unidad constitucional con su táctica de apaciguamiento, el que pacta en el Parlamento con los rupturistas que ponen al Rey en la diana de sus soflamas y denuestos, el que les ofrece una pista de aterrizaje en las fronteras del ordenamiento, el que soslaya hasta el nombre de la norma para que no le estorben sus diáfanos conceptos. Y si bien es cierto que la voluntad del mensaje navideño era la de amparar el retorno a un marco de acuerdos que ha quedado orillado en este intolerante tiempo, no parece que su espíritu incluyese la burla más o menos elíptica del Estado de Derecho.

Porque si algo caracteriza este reinado es el compromiso de su titular por atenerse a las reglas. Desde las que conciernen a su propia familia a las que afectan al sistema de libertades y su efectiva tutela. Y esas pautas, en forma de leyes, contienen para todos la responsabilidad y el deber de obedecerlas.