Ignacio Camacho-ABC
- El viaje sagrado de Los Reyes es la metáfora de un milagro, de una victoria espiritual sobre la desesperanza y el fracaso
Si los Reyes Magos no existieran –porque existen, y lo sabes, y lo recuerdas año tras año– habría que inventarlos. No para que los niños tengan sus regalos sino para que los adultos podamos soñar, al menos una noche, con una victoria sobre la desesperanza y el fracaso. Porque de eso va este bello relato, esta delicada metáfora de un viaje sagrado, de una misteriosa peregrinación en busca de un símbolo de inocencia nacido para redimir al género humano. Y ésa es la razón de su persistencia universal más allá de la fiesta infantil con que acostumbramos a celebrar un acontecimiento tan abstracto como el retorno al paraíso perdido en que alguna vez creímos en un mundo perfecto, invulnerable, blindado a la desesperanza, la angustia o el desamparo. Su hermosa inspiración orientalista, su atrezo exótico de camellos, coronas, pajes y demás elementos fantásticos, nos devuelve a aquel tiempo feliz y cándido donde el cariño paterno era capaz de hacernos creer en los milagros. Y así vivimos este breve pero intenso espejismo, este paréntesis de hechizo construido en torno a la Navidad como un ciclo de vuelta a la feliz, providencial expectativa de los prodigios, a la época bienaventurada en que era posible acceder al secreto de los mitos mediante el sencillo acto de convocarlos en nuestro fuero íntimo. Al momento en que el idealismo de las utopías parecía nuestro verdadero destino y la cruda verdad de la existencia aún no había impuesto su implacable, categórico imperativo.
Los Reyes existen porque necesitamos su nobleza. Porque los amargos avatares de la vida reclaman el antídoto, siquiera pasajero, de la generosidad, de la ternura, de la fascinación, de la sorpresa. Porque no se puede vivir en la eterna desolación cernudiana de la quimera. Porque la propia realidad perdería su sentido si no se pudiera contrastar con la evocación de las leyendas. Porque nuestra condición de seres en tránsito exige la continua persecución de una promesa. Porque la liberación espiritual no es una aspiración ingenua sino una apremiante responsabilidad ética. Porque tenemos que reivindicar la supremacía moral de la bondad frente a la pesadumbre de la injusticia, de la sinrazón, del desengaño o de la tristeza. Y esta noche de enero tenemos a nuestro alcance la posibilidad fugaz de hacerlo, aunque para ello haya que impostar la leve superchería de que unos magos bíblicos vienen de muy lejos a cumplirnos los deseos. En el silencio de la madrugada nos revelaremos –Epifanía– como efímeros demiurgos hacedores de sueños. En esa hora trémula en que los hijos o los nietos aprietan los párpados para no romper el encantamiento, tenemos permiso para concedernos el poder provisional de efectuar un dulce sortilegio. Permiso para mentir sin pesadumbre, sin desasosiego, sin culpabilidad, sin remordimientos. Con la naturalidad desacomplejada de un presidente del Gobierno.