DAVID GISTAU-El Mundo
En el plano general, en la formalidad de los trajes, Pablo Iglesias parecía un técnico de sonido al que la conexión hubiera pillado arreglando un micro. Ese desaliño fue casi el único rasgo reconocible del antiguo escracheador que fantaseaba con guillotinas. Porque Iglesias no sólo jugó en el debate a ser el único candidato moderado al que causaban soponcios los malos tonos de los interlocutores. Además, esgrimiendo un ejemplar de la Constitución como si se tratara del Único Libro, pretendió ser el gran guardián de ese mismo texto que antaño definió como una coartada del «franquismo lampedusiano» que ETA acertaba en combatir y que se propuso aniquilar junto al 78 en su conjunto. Cosas veredes. En realidad, también fue reconocible en su vocación extractiva de las clases trabajadoras, para la cual ha inventado el eufemismo «justicia fiscal» que ha de sustituir la palabra «presión» que sin embargo a veces se le escapaba.
El formato parecía al principio demasiado rígido. Corría el riesgo de diluirse en intervenciones a cámara que sonaban como refritos de los mítines. El presentador, Xabier Fortes, se sintió obligado a animar a los candidatos incluso a «perderse el respeto». Y eso aun cuando Rivera y Casado empezaron con Sánchez como los equipos ingleses de los años ochenta: cometiendo, a modo de bienvenida, una falta violenta en la primera jugada del partido. El rendimiento de los dos representantes de la plaza de Colón luego fue desigual. Rivera estuvo mucho más cómodo, más ágil y contundente en los argumentos improvisados durante el debate puro, más atrevido incluso en términos escénicos con el uso de la fotografía delatora del coqueteo de Torra y Sánchez en Pedralbes. Casado estuvo sorprendentemente desvalido en momentos concretos. Sobre todo cuando Sánchez se giró para interpelarlo directamente, como improvisando el debate mano a mano de los tiempos del bipartidismo. En esas ocasiones, Casado pareció achantarse, sólo sonrió y dejó de rebatir a Sánchez frases intolerables como ésa según la cual sólo Zapatero y el PSOE obtuvieron el final de ETA. Tuvo incluso que ser Rivera quien reaccionara en algunos de esos momentos, como cuando Sánchez presionó a Casado con la cuestión de sí explícito que Álvarez de Toledo resolvió mucho mejor en su propio debate, pues Casado se quedó paralizado y sin saber qué responder.
Rivera fue especialmente destructivo con el Gobierno en el capítulo de las complicidades con los separatistas, de la unidad territorial y de los indultos de los que Sánchez fue incapaz de negar que contempla otorgarlos como parte de su juego pactista. Todo ese pasaje lo pasó Sánchez con la mandíbula apretada, síntoma de cuando se sabe bajo paliza.