Antonio Rivera-EL Correo
- Se dice que Bildu tiene un problema. No, es la sociedad vasca la que lo tiene
La del domingo fue una noche triste para las víctimas del terrorismo y para cuantos sufrieron de alguna manera por el mismo. Los herederos de ETA, su creación política, recibían el espaldarazo de un importante porcentaje de ciudadanos. Lo pasado, lo sufrido, se difuminaba, se disolvía en la nada, desaparecía. No me refiero solo a los crímenes, a los muertos, heridos y secuestrados. El terrorismo era un proyecto y una estrategia política, así como, sobre todo, una afirmación de poder. Hablo también de la microviolencia, de tantos y tantos ciudadanos que directa o indirectamente vieron cómo mediante la fuerza bruta se les hacía a un lado, se les relegaba, se les apartaba en favor de otro de menor valía, se les humillaba con el miedo y la amenaza, se les insinuaba la conveniencia de hacer o dejar hacer algo a su pesar, se les invitaba y convencía para que dejaran de ser protagonistas de su historia, para que dejaran de ser ciudadanos a todos los efectos. El terrorismo no fue solo ni principalmente un ejercicio de violencia, sino el despliegue de un objetivo político totalitario: cincelar a tiros, bombas y amenazas la sociedad vasca, su carácter y su censo.
Una docena de años después de su final real, seis después de la teatralización de su despedida, la cultura política de ETA, la izquierda abertzale, lo que hoy es EH Bildu -los otros de la coalición son irrelevantes, cosméticos o de la misma madera- ha estado a punto de ganar las elecciones. Se dice que Bildu tiene un problema. No es así; quien tiene un problema es la sociedad vasca. Y lo tiene de definición, de ubicación ante su historia, planteado el tema en términos políticos, no morales. Si estuvo a punto de lograr la mayoría, ¿fue por normalización de su presencia, por resignación del electorado o por apuesta por el olvido?
Lo cierto es que mayoritariamente el domingo no dio miedo la posibilidad de su victoria. Generó más temor la pérdida de poder de algunos que la llegada a Ajuria Enea para gestionar la Hacienda, la Policía, los datos personales, la cultura, la política industrial o la educación de quienes hace solo unos años jaleaban, justificaban o ayudaban a que se extorsionara, atentaban contra la Ertzaintza, amenazaban a ciudadanos, monopolizaban los espacios festivos, presionaban a empresarios o centraban su proyecto educativo en el euskera y las ikastolas privadas pagadas con el dinero público; parte de ello lo siguen haciendo o defendiendo hoy.
Se confunden los términos. Una cosa es que todos queríamos que la izquierda abertzale se incorporara a la vida democrática de la que se apartó voluntariamente en 1977, que cambiara el crimen por la política y los votos, y otra que un tercio de los sufragios respaldara su opción. Lo primero es una victoria ciudadana; lo segundo es una derrota porque indica que lo que sustentaba políticamente su violencia ahora se asume como válido sin ella. Y habría que preguntarse entonces por qué se hace eso.
Hay una parte de la sociedad resignada, derrotada, que entiende que su aguante, su resistencia o su enfrentamiento sirvió de poco o de nada, y no solo por ese tercio de votos, sino por ese jalear a los depositarios de la rancia política abertzale desde las tribunas que ayer les rechazaron, o por ese abrazo táctico con gobiernos que blanquean su pasado, su presente y su futuro. Hay otra parte de la sociedad convencida de esa normalización que hace y le hacen a la izquierda abertzale. Ciudadanos no nacionalistas, perjudicados cada día por la política nacionalista en sus empleos, en sus posibilidades de promocionar o simplemente de elegir, que se refugian en que ya no matan, que hablan de vivienda, que dejan para lo bajinis su secesionismo y que, si lo sacan a pasear, pues ya volveremos por nuestros fueros resistentes.
Hay otra parte, similar a la anterior, que prefiere olvidar porque nunca estuvo presente, porque siempre vivió como espectadora o como turista en su tierra, con esa ajenidad que expresa la mayoría. Finalmente está el núcleo de esa cultura política y las dos generaciones formadas en la microsociedad y subcultura que desde el primer día desarrollaron, y que hace tiempo han escalado todos los puestos de esa Administración que desdeñaban y esa sociedad que critican. Estuvieron en el siglo pasado entre el 16% y el 18%, luego dejaron de matar y se comieron el espacio soberanista de Eusko Alkartasuna y se colocaron entre el 21% y el 27%; últimamente van entre el 27% y el 32% del otro día.
Dependiendo de que sea por uno o por otro motivo, el futuro vasco se proyecta desde lo imposible por derrota, desde la oportunidad abierta por ser todo pura coyuntura o desde la amenaza por tratarse de un movimiento de fondo que la ciudadanía y los demás partidos han dejado fortalecer y hoy emerger, simplemente por confundir la pregunta, por no distinguir las formas del viejo terrorismo con sus intenciones, por no discernir lo que han dejado de lo que queda y siguen manteniendo, más allá de recetas para los problemas de la vivienda o del subsidio social.