EL CORREO 08/12/14
JOSEBA ARREGI
· Fuera del Estado constituido por la sumisión a las leyes no hay política, democracia ni diálogo posible
La velocidad de vértigo a la que avanza el tiempo hoy haciendo que el presente no tenga sustancia alguna, pues desaparece casi antes de haber llegado, hace que el pasado aún cercano parezca tan lejano como el tiempo del Imperio romano. Así puede suceder que con motivo de alguno de los problemas políticos que inundan el grave panorama en el que vivimos inmersos se usen figuras argumentales que, con algo de memoria, podríamos comprobar que ya han sido usadas en otros casos y en tiempos aún bastante recientes.
Con motivo de la cuestión catalana, o españolacatalana o viceversa, líderes y analistas políticos han recurrido a la figura argumental de contraponer la política a la legalidad. La realidad del soberanismo catalán no se puede acometer desde las leyes, sino que requiere de planteamientos políticos. El Estado se equivoca –aunque no hay que olvidar que el Gobierno catalán y el Parlamento catalán son parte del Estado que se equivoca– si recurre a las leyes y al necesario respeto que se les debe para vivir en democracia, porque la soberanía, la defensa del derecho de autodeterminación y la voluntad de salir del Estado conjunto no pueden tener una respuesta ni un tratamiento legal, sino político. Y político quiere decir negociado. Y negociado quiere decir que el Estado debe ceder en parte o en todo a las pretensiones de soberanismo. Y que no hay nada en retorno.
Esta contraposición entre legalidad y política no es nada nueva bajo el sol español y su diversidad de nacionalidades. No hace tanto tiempo que en todo lo que se refería a ETA y al cómo terminar con ETA se recurría a una contraposición parecida –vaya por delante que no trato de equiparar ETA con nada de lo que está aconteciendo en Cataluña–. En aquellos tiempos no tan lejanos la contraposición radicaba en contraponer la política a la lucha policial. No iba a ser posible acabar con ETA sólo con la lucha policial. Era necesario hacer política, es decir, abrir vías de negociación con ETA para superar el impasse al que la lucha contra ETA estaba abocada. El empate eterno: la fuerza de ETA y la fuerza del Estado encarnada en las fuerzas de seguridad.
También en aquellos momentos, política era sinónimo de negociación. Y negociación era sinónimo de ceder en algo: reconocimiento del Conflicto, más autogobierno, territorialidad –Euskadi más Navarra = Euskal Herria–, reconocimiento del derecho de autodeterminación, derecho a decidir, plan Ibarretxe… La lectora del manifiesto tras la manifestación para condenar el asesinato de Ernst Lluch lanzó a los políticos aquello de «ustedes que pueden, hablen». Y hablar significaba negocien, dejen de aplicar las leyes, dejen de basar la lucha contra ETA en la lucha policial y sean inteligentes, apliquen la política que significa hablar, dialogar, negociar, ceder.
Eran bien pocos los que en aquellos tiempos no tan lejanos se atrevían a recordar que la esencia política del Estado radica en el monopolio legítimo de la violencia, encarnada por las fuerzas de seguridad del Estado, y que fuera de ese monopolio el Estado empieza a diluirse, a dejar de creer en sí mismo, a dejar de ser Estado, y que fuera del Estado constituido por la sumisión al derecho y a las leyes, no hay política, no hay democracia, ni diálogo posible.
La realidad del paso del tiempo ha puesto de manifiesto que ha sido posible vencer a ETA y obligarle a cesar en sus actividades terroristas, sin dar nada a cambio –ni siquiera la salida de los presos, a quienes ETA ha abandonado–, gracias a la lucha policial y al esfuerzo de las fuerzas de seguridad del Estado. Haciendo la política que se deriva del núcleo político mismo del Estado: el monopolio legítimo de la violencia, la aplicación de las leyes. Sin recurrir a lo que espúriamente se llama ‘política’ en contraposición a la lucha policial, sin recurrir a la negociación, al flamante diálogo, a la cesión, que es lo que realmente se esconde tras esos términos tan bien sonantes cuando se les contrapone a la aplicación de la ley. ETA ha sido derrotada, sin necesidad de negociación, ni de diálogo, ni de cesión.
La noria argumental extiende su paralelismo a otros aspectos. Se afirma ahora con verdadero ahínco que si el Estado recurre a las leyes, lo que está haciendo es reforzar aquello que dice combatir, el soberanismo. Que aplicando las leyes crea víctimas y ahonda la incomprensión. Se dice que con la aplicación de las leyes ganan el soberanismo y el independentismo.
Aunque tampoco hay mucho empacho en admitir que si se dialoga, se cede, se ofrecen salidas al soberanismo, éste también termina ganando, porque se coloca ya en un escalón superior de autogobierno desde el que ve más cerca el final de la escalera, la realidad de ser un estado independiente ya al alcance de la mano.
Fue famosa en los tiempos en que ETA apretaba –el gatillo– y en los que el Estado aplicaba la lucha policial contra ETA y la judicial contra todo su entorno la pastoral conjunta de los obispos vascos, con motivo de la aprobación de la Ley de partidos y la subsiguiente ilegalización de Batasuna, en la que afirmaban que negros nubarrones se cernían sobre Euskadi, puesto que dicha ley iba a provocar la entrada en la clandestinidad de miles y miles de jóvenes vascos. Es decir: que con esa estrategia de aplicar la ley, el independentismo etarra iba a salir ganando.
El paso del tiempo ha puesto de manifiesto que esa profecía se ha quedado en nada: ahora se afirma que es precisamente el éxito de la lucha policial, el haber forzado a ETA a declarar el cese de las acciones terroristas, lo que ha abierto la puerta al crecimiento electoral de sus aledaños políticos.
Si en cualquier caso el independentismo sale ganando, ¿cuál es la razón para no cumplir la ley? ¿Por qué se confunde la consecución de las metas nacionalistas con diálogo? ¿Puede haber diálogo democrático fuera de la gramática constitucional? ¿Qué ofrecen los soberanistas en el diálogo? Nada.