IGNACIO CAMACHO-ABC
La falta de empatía del nacionalismo con las víctimas es un agravio que jamás podrá borrarse de la memoria colectiva
NO es por desgracia ninguna novedad que el PNV muestre más interés y mayor compasión por los presidiarios de ETA que por sus víctimas. El desdén del nacionalismo por el sufrimiento de los amenazados, acosados, agredidos y asesinados ha sido uno de los fenómenos más dolorosos de las cinco décadas de actividad terrorista. Desde las coartadas morales para los pistoleros y sus cómplices –a los que Arzalluz se refería como aquellos díscolos «chicos de la gasolina»– hasta la culpabilización de los perseguidos por vía indirecta o hasta explícita, los dirigentes del partido-guía de la sociedad vasca contemplaron el drama de tantos conciudadanos con una escalofriante ausencia de empatía. Esa falta de sensibilidad, esa opresiva atmósfera de desidia, desapego e indiferencia constituye un monumento histórico a la ignominia; un baldón humanitario que ningún relato edulcorado por la equidistancia podrá borrar jamás de la memoria colectiva.
Pero del PSOE cabía esperar otro talante, otra disposición, otro entendimiento. Entre otras razones porque de sus filas procede una significativa porción del dramático balance de muertos. Porque la resistencia al designio homicida no puede entenderse sin ellos, porque la conmovedora lista de bajas socialistas merece un respeto y porque su responsabilidad de Estado y de Gobierno les permite saber de primera mano que toda la política antiterrorista, incluida la de la reinserción, se ha basado siempre en el consenso.
Ese compromiso estratégico, que ya fracturó Zapatero, se ha vuelto a romper con la declaración de Pedro Sánchez de proceder unilateralmente al acercamiento de presos. Una medida probablemente inevitable tras la desaparición de ETA, por una simple cuestión de Derecho, pero que no es posible decidir ni aplicar sin acuerdo, al margen de la oposición y de unas víctimas que vuelven a sentirse tratadas con desprecio. La «normalización» que invoca el presidente no puede producirse sin el requisito previo del arrepentimiento de los condenados y de su colaboración en los crímenes que aún quedan sin esclarecer, que son más de trescientos. Si la moción de censura tiene alguna factura pendiente de pago, los favores penitenciarios han de quedar excluidos del precio. Hay demasiadas familias, vascas y no vascas, que sólo pueden acercarse a sus deudos visitando los cementerios. Y nadie ha podido todavía normalizar su desconsuelo.
En su reciente libro «La derrota del vencedor», el profesor Rogelio Alonso describe las grietas del proceso de paz vasco, sustanciado en la paradoja de una victoria de sabor amargo que deja en los vencidos la sensación de ser sus verdaderos beneficiarios por haber obtenido al dejar de matar contrapartidas políticas que no lograron matando. Extraño triunfo es ése que deja en los ganadores la percepción de un fracaso, envueltos en la desoladora congoja del desamparo y del agravio.