Ignacio Camacho-ABC

  • La reacción gubernamental llega por segunda vez tarde. La «nueva normalidad» no va a llegar a las Navidades

Más vale dejarse de autoengaños: las llamadas a la responsabilidad individual para protegerse del Covid han fracasado. No porque las haya desoído una mayoría de ciudadanos, sino porque ante el virus basta que no haga caso una minoría significativa, o incluso reducida, para que se extienda el contagio. Ciertamente el que dio el primer paso en falso fue el presidente del Gobierno al dar al «bicho» por derrotado prematuramente con tal de salvar la temporada turística de verano, pero en la sociedad de la información todo el mundo tiene acceso a suficientes datos -incluida la evidencia de que Sánchez no es fiable- para hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. Si algo hemos aprendido en los últimos años es a desconfiar de la política, y como mínimo cabía esperar que entre todos sacásemos alguna lección de la experiencia de marzo y de la larga secuencia posterior de mentiras de Estado.

Sucede que ningún dirigente tiene el valor de contrariar a sus votantes, y ante la certeza del desparrame ha faltado un elemental principio de autoridad para prevenir y/o castigar las conductas irresponsables. Es paradójico que el Ejecutivo más autoritario de la España reciente se haya desentendido -salvo en Madrid, que ya es casualidad- del control de la calle endosándoselo a unas autonomías y unos ayuntamientos que carecen de instrumentos jurídicos eficaces. El debate actual no consiste en si hay que cerrar los bares o las universidades, sino en que por segunda vez en seis meses la reacción gubernamental llega demasiado tarde. El vacío deliberado de poder y la ausencia de estrategias de país compromete ahora la celebración de las Navidades, una campaña esencial para que el sector comercial y hostelero salve siquiera en parte sus descalabrados balances. Quizá ya no funcionen los toques de queda ni los confinamientos selectivos o parciales, y cualquier medida de mayor alcance conlleva el riesgo crítico de que la economía colapse. Entre conflictos de competencias, rabietas sectarias y cerrojazos retráctiles, está cundiendo una sensación de desgobierno paralizante, la devastadora zozobra de comprobar que al mando no hay nadie. Nada de lo que en Moncloa tengan que preocuparse: su laboratorio de propaganda lleva tiempo trabajando en el señalamiento de culpables, el elemento clave que durante la hecatombe de primavera no encontró a su alcance.

Salvo el ministro Illa, un hombre lo bastante inteligente para saberse en el puesto equivocado, ningún miembro del Gabinete parece concernido por la gravedad de las circunstancias. Están muy concentrados en su «nueva normalidad»: asaltar la Justicia, esquivar imputaciones, subir los impuestos o desmantelar la enseñanza. Tal vez cualquier fin de semana aparezca Su Persona, deus ex machina, para anunciar a toda pantalla la providencial intervención que salvará a España… del caos en que él la dejó abandonada.