EL CORREO 16/12/12
JAVIER ZARZALEJOS
Si se ha podido superar el efecto acumulado de estas crisis fiscal, económica y de cohesión social es, sobre todo, porque hemos podido endeudarnos. Hasta ahora.
La crisis del modelo de bienestar ofrece un terreno en el que la demagogia y el populismo se pueden mover a sus anchas. Poco tiene que ver con el compromiso de solidaridad hacia aquellos que apenas pueden hacer frente a las dificultades de la recesión y se ven más directamente afectados por los ajustes. Se trata de aprovechar la crisis para propagar el mensaje de la antipolítica que tan fácilmente arraiga en la indignación y el enfado ciudadano. Como suele ocurrir con todo populismo, se trata de hacer creer que los dones de la providencia estatal están ahí, a disposición de todos y sin coste, y que si no llegan a sus justos beneficiarios –el pueblo–, se debe sólo a la maldad ideológica de unos perversos gobernantes conjurados para llevar la zozobra y la infelicidad a sus conciudadanos.
Traigo a colación de nuevo al sociólogo británico, ya desaparecido, Tony Judt, cuando éste advertía a los socialistas –él mismo lo era– de que el modelo de bienestar que conocemos era el resultado de unas circunstancias que no era probable que se repitieran. De ahí la necesidad de adoptar una perspectiva distinta sobre la forma de organizar la solidaridad y las prestaciones públicas si queremos que estas continúen siendo factores primordiales de vertebración y cohesión sociales.
Judt era todo menos un ‘neoliberal’. Aun así, su exhortación ha caído en el saco más roto que nunca de la izquierda española y no parece que vaya a ser atendida por ninguno de esos aparentes debates que los socialistas llevan tanto tiempo diciendo que se van a plantear y nunca se disponen a afrontar.
Lo que hoy reconocemos como Estado del bienestar nace en Europa después de la II Guerra Mundial, es decir en un entorno de destrucción, muerte y empobrecimiento pero con una conciencia compartida de solidaridad y cooperación que el esfuerzo bélico había reforzado.
De la devastación de la guerra, Europa emerge con un dinámico crecimiento económico, espoleado por la necesidad de la reconstrucción y la cuantiosa ayuda de los Estados Unidos. El paraguas militar de los americanos ahorra a los europeos una costosa factura defensiva y anuda la relación atlántica que, al mismo tiempo, define el ámbito de la economía mundial. Una demografía ‘sana’ alimenta ese tipo de empleo ya casi olvidado: industrial, jerarquizado y prácticamente vitalicio. Crecimiento de la productividad, energía barata y segura, activación del comercio internacional, incorporación creciente de la mujer al trabajo tras el esfuerzo decisivo que las mujeres habían realizado en la fábricas y los servicios que habían sostenido el ingente esfuerzo bélico, son otros tantos factores distintivos de este proceso en el que las economías son capaces de generar un importante excedente con el que financiar mejoras sensibles de las condiciones de vida. En este contexto, las bases fiscales se amplían y la imposición encuentra un largo recorrido porque se produce una relación visible entre impuestos y prestaciones y entre quienes son a la vez contribuyentes pero también beneficiarios de las prestaciones que aquellos financian. De este modo, el Estado del bienestar se asienta y se legitima en sociedades todavía muy homogéneas, con lazos cívicos que la guerra ha fortalecido e instituciones que como la familia y la educación desplegaban un amplio efecto de vertebración, de prevención de la exclusión y de impulso a la movilidad social. Así, hasta las transformaciones de los paradigmas culturales y educativos de la década de los 60, la socialización se realiza en torno a valores de responsabilidad personal. El Estado –aun con la universalización de las principales prestaciones públicas– es todavía una red de seguridad más que una red de dependencia.
Con cuantos matices y excepciones que se quiera esta puede ser una descripción bastante cercana a la realidad de lo que hizo posible el Estado de bienestar. Condiciones que es evidente que, o ya no existen o se han transformado radicalmente. Si hemos podido financiar hasta ahora el bienestar no es, ciertamente, por la pujanza de nuestras economías, ni por el ‘invierno demográfico’ en que vivimos, ni por un empleo escaso y poco cualificado, ni por esquemas fiscales abrumadores para los que pagan e incentivadores del fraude en los que no quieren pagar, ni por la perversa idea de que todo lo público es o debe ser gratuito. Si se ha podido superar el efecto acumulado de estas crisis fiscal, económica, cultural y de cohesión social es, sobre todo, porque hemos podido endeudarnos. Hasta ahora. Porque esta crisis, en la medida en que es una crisis de deuda, lo es también de nuestro modelo de bienestar que se ha financiado con ella. Por eso, insistir en una salida a la crisis basada en el gasto público es el camino cegado de un mundo que ya no funciona según las reglas a las que con una notoria despreocupación estábamos a acostumbrados. Podremos endeudarnos si ofrecemos reformas profundas y garantías de crecimiento, es decir, de formación, de innovación, de productividad, de rigor en las finanzas públicas, de buen funcionamiento del cuadro institucional con estabilidad y previsibilidad. Y aun así lo que podamos endeudarnos difícilmente podrá destinarse a financiar los regalos electorales o los extravagantes dispendios del buenismo político, pródigo en financiar sus ilimitados ‘nuevos derechos’, nuevos, sobre todo, porque no tienen asociado deber alguno. Puede gustar o no, pero esto es lo que hay. Y de esta no se sale ni con demagogia ni con populismo, se adorne quien se adorne con ellos.