Conferencia de Aurelio Arteta pronunciada en Barcelona el 30 de setiembre de 2005, en el primer ciclo de conferencias ‘Homenaje a Juan Ramón Lodares’ organizado por la Asociación por la Tolerancia de Cataluña.
Mis primeras palabras no pueden ser sino de agradecimiento a los organizadores por su generosa invitación. Me han deparado así la oportunidad de participar en este homenaje hacia un hombre de quien tanto aprendí y a quien admiraba a distancia (y a cuyo recuerdo, por cierto, desearía unir aquí el de Manuel Jardón, autor de La normalización lingüística, una anormalidad democrática, desaparecido también trágicamente hace unos pocos años). Me ofrecen asimismo la ocasión de encontrarme con algunos compañeros de esta empresa teórico-política que es de tan pocos, tan solitarios y casi siempre tan acosados… Muchas gracias por todo ello.
Pero se me ha concedido muy escaso tiempo para esta intervención y he de saber administrarlo. A lo mejor todo queda de mi parte en insinuaciones, retazos o hasta alguna que otra provocación (y más aquí y en fecha política tan señalada) a sabiendas de que por querer abarcar mucho apretaré muy poco. Comenzaré por dejar caer una reflexión de partida a propósito de un notorio prejuicio que ha operado no sólo entre los más firmes partidarios de las políticas normalizadoras, sino entre las gentes del común, y que ha contribuido lo suyo a desentenderse del problema hasta alcanzar las colosales magnitudes que hoy ha cobrado. Me refiero a la cándida (o no tanto) trampa en que se ha caído a menudo cada vez que el análisis político tomaba como punto de referencia la situación criminal del País Vasco. El engaño consiste en que, igual que en Euskadi lo único o lo que más importaba era acabar con el terrorismo y la política lingüística (entre otras) pasaba de puntillas, en Cataluña y en Galicia esta política apenas era objeto de debate crítico porque no venía respaldada ni rodeada por la amenaza terrorista. En suma, allí cuestionar el derecho a la normalización carecía de sentido u oportunidad mientras se matara (y, en alguna medida, también como precio para dejar de matar), y acá precisamente porque no se mataba. De suerte que en uno y otro sitio ilegítimo era sólo el acto criminal; legítimo y democrático, al contrario, todo lo que discurriera por cauces pacíficos, incluidas las mayores aberraciones.
Traigo esto a colación porque, en ambos casos y por diversos mecanismos mentales, se descuidaba lo más decisivo: el esfuerzo de la justificación normativa de las políticas lingüísticas. Apenas comparecía la pregunta de por qué esta o aquella política, esos derechos, esas metas que se proponen, etc.; en una palabra, por qué juzgamos malo o menos bueno lo que hay y cuáles son las razones que hacen preferible lo que queremos que haya. Para servirnos de los términos al uso, por qué no es normal en sentido ético lo que es normal en sentido sociológico, y por qué, en consecuencia, es justo, bueno y saludable normalizar lo que en la sociedad es anormal. Permítame recordarles que no se trata, pues, de una mera cuestión de legitimación (o de simples mayorías que respalden una u otra política) ni tampoco de legalidad (o conformidad con la ley), sino de legitimidad (de razones morales universalizables que la justifican). Y eso, si es labor de todo ciudadano que se precie, resulta tarea sobre todo propia del pensador político-moral que encara la política lingüística como un problema de justicia.
Este aficionado a ese campo que ahora les habla no sólo sostiene (tal como rezaba el título primero de mi charla) que las políticas lingüísticas aplicadas en España, unas más y otras menos, son de «dudosa legitimidad». Confieso que aquello fue una concesión retórica. A decir verdad, me parecen a grandes rasgos ilegítimas en sus fundamentos o apoyos invocados, en las metas o aspiraciones que pretenden, en los medios de que se sirven (y los primeros serían sus presupuestos ideológicos mismos) y en los resultados a que dan lugar. Es el orden que seguiré a uña de caballo o, como dicen algo más torpemente en mi tierra, «a trotecuto».
Ilegitimidad de los fundamentos
Dejemos de lado las insidias más superficiales, aunque no por ello menos repetidas, y que empiezan por servirse de la manipulación de las palabras mismas. ¿Hará falta reiterar que la expresión «lengua propia» no indica ni que tal lengua esté mayoritariamente apropiada por los hablantes ni que la más hablada (verbigracia, la oficial) sea entonces ajena? ¿O que referirse a una lengua minorizada supone la atribución de alguna maligna voluntad al enemigo por empequeñecerla y olvida a un tiempo cuantos factores estructurales y a lo largo de los siglos han contribuido a que sea menor? Otros alegatos procuran ante todo infundir las emociones privadas y públicas más favorables a los propósitos normalizadores. Mal se entiende que tengamos una obligación de recuperar el «patrimonio» lingüístico si se distingue entre patrimonios vivos y muertos o cuando se comprende que los patrimonios son nuestros (y nuestro derecho el disponer de ellos como nos venga en gana) y no nosotros de los patrimonios. ¿Y por qué habremos de incubar una conciencia de culpa por la lengua que presuntamente se ha dejado perder, si ello ha sido efecto de múltiples decisiones de nuestros antepasados?; ¿y con qué derecho se inculca un deseo de venganza y un sentimiento de odio hacia los que supuestamente nos arrebataron esa lengua (y sus sucesores), si ello vino más bien a resultas de la acción de factores suprapersonales que van desde la salida de la sociedad agraria hasta las exigencias globalizadores del mercado y otros de este tenor?
Pero los argumentos de mayor peso, los que aducen fundamentos más de mayor empaque, son otros muy conocidos…, y que tampoco parecen demasiado difíciles de rebatir. Está, por una parte, el valor de la diferencia contenida en una lengua y con él el de la diversidad de las lenguas, que abarcaría asimismo el de la presunta igualdad de todas ellas. He ahí un tópico nuclear del multiculturalismo, que abogaría por la defensa, conservación y cooficialidad de los idiomas, al margen del número de sus hablantes y de cualesquiera otras necesidades sociales. Se pasa por alto, sin embargo, que nada es valioso tan sólo por ser diferente o que tanto hay diversidades enriquecedoras como empobrecedoras, justas como injustas. Aplicado a las lenguas, eso significa que su valor (el real, no el potencial) no será el mismo según la extensión de su uso o de la realidad que permite conocer; que no hay lenguas o culturas que cuenten con derecho a una supervivencia segura, sino que son sus miembros quienes tienen derecho a escapar de las injusticias susceptibles de destruirlas; o que una lengua incapaz ya de supervivencia en una sociedad dada carece de valor comparable – pongamos por caso- al de promover allí la universalización de la enseñanza o de la sanidad; y, en fin, que lo que importa no es la igualdad de las lenguas, sino de sus hablantes.
Por otra parte, suele proclamarse como sustento principal de las demandas en política lingüística la idea del valor intrínseco de la lengua en cuestión. Se dice entonces que, por encima y al margen de su mero valor instrumental o comunicativo, las lenguas valen por sí mismas. Semejante «sacralidad» estriba en ser resultado de un proceso creativo de muchas generaciones, una obra de arte única, un depósito de la historia de una cultura particular…; o en ofrecer a los individuos ese exclusivo «contexto de elección» que configura su identidad; o consiste, sobre todo, en desempeñar una función identitaria para los pueblos en virtud de la cosmovisión que sus lenguas transportan. Sobra decir que este fundamento es el preferido por los nacionalismos etnicistas (entre nosotros, lingüísticos), a los que suministra la premisa mayor de su silogismo primordial: la lengua es la marca distintiva de una nación y toda nación tiene derecho a ser Estado. De donde resulta, por cierto, que aquel supuesto valor intrínseco de la lengua viene a mudarse en otro de naturaleza instrumental cuando aquella reivindicación se pone abiertamente al servicio de una causa política soberanista (o de «construcción nacional»).
Podría replicarse, si todavía fuera preciso, que no se constatan en la realidad tales correspondencias entre lengua y cosmovisión o entre lengua y cultura; que todos necesitamos significados culturales, pero no está escrito que esos significados enraicen en culturas homogéneas. Sin salir de nuestras fronteras, cabría al menos replicar que hoy las distintas visiones del mundo y de la vida albergadas por los españoles no proceden precisamente de sus lenguas ni siquiera de unas culturas locales que de hecho, tras una convivencia de siglos y su inmersión en la más amplia cultura occidental, coinciden en lo sustantivo. Pero con vistas a cuestionar la tesis de un valor intrínseco de las lenguas bastaría con dos simples objeciones. La primera se refiere a la carga esencialista encerrada en ese supuesto de que todo individuo tiene una comunidad cultural de pertenencia -y sólo una- que le impone su impronta y modo de ser, un sencialismo contenido también en la hipóstasis de dividir la sociedad humana en conjuntos separados y dotados de entidad propia. La segunda objeción aduce que ese valor intrínseco es hoy una fórmula para adjudicar derechos a las lenguas mismas o a las comunidades lingüísticas frente a los individuos, incluidos sus propios miembros. Desde semejante valor, «habría al menos prima facie un derecho a impedir a la gente a ejercer sus preferencias lingüísticas cuando esas preferencias amenazan la existencia de una lengua» (Weinstock). En definitiva, otorgado ese valor supremo a la lengua, más que derechos lingüísticos tendríamos deberes para con nuestra lengua. Algo de eso pregonan hoy algunos en este país de nuestros pecados.
Pues, en efecto, a partir de premisas como las apuntadas se concluye predicando, de un lado, los derechos DE la lengua. Semejante expresión, inteligible tan sólo en clave nacionalista, fundaría un derecho inmediato al poder político necesario para salvaguardar la lengua propia de la nación. A poco que se observe, las cosas suceden más bien al revés: entre nosotros se reivindica y busca propagarse por todos los medios la lengua propia para así justificar la reivindicación de un poder político soberano o siquiera creciente (Patten- Kymlicka, 6). Pero, del otro lado, se predican también los derechos A la lengua, y esto en dos sentidos por lo menos.
Pueden entenderse como derechos colectivos (y se añadirá: e históricos) de una comunidad en la que esa lengua se presente como señal de su identidad. Claro que en una sociedad compuesta por ciudadanos no existen derechos colectivos, porque tampoco hay sujetos supraindividuales efectivos y, si los hubiera, sus derechos serían a costa de los propios de los individuos; ni hay derechos históricos, porque los muertos no obligan a los vivos y el único tiempo que cuenta en el reconocimiento de derechos es el presente. Pero también se dejan entender, siempre a partir de esta preeminencia ontológica de la lengua, como derechos individuales. En su versión más extremosa, animados por el llamado «principio de personalidad», serían derechos pertenecientes a los miembros de una comunidad lingüística con independencia de su número, de la zona donde cada cual resida y de la repercusión sobre el bienestar general que traiga el costearlos. Tan vital es el interés que protegen, se presume, que son derechos que siguen a sus titulares allá donde éstos vayan. Otra versión, de apariencia más liberal, preconiza que los derechos lingüísticos (por ejemplo, a la educación pública en una lengua minoritaria) son derechos de cualquiera, ya sea hablante de ese habla o mero deseoso de aprenderla, en todo caso conforme a la simple demanda que así lo solicite. A lo que replicaremos que esa demanda no funda un derecho antes inexistente y que habrá que fijar la prioridad de tal demanda en relación con otras sociales tal vez más amplias, urgentes y graves. De lo contrario, la cadena infundada de reclamaciones tendería a ser infinita; verbigracia: al voceado derecho de estudiar en euskera allí donde no habita un sólo euskaldún, pronto le seguirían los derechos sucesivos a un médico, y sacerdote y guarda municipal euskaldunes que atendieran a esos niños en la lengua en que han sido escolarizados…
Bajo una u otra fórmula, se trata de invocaciones desprovistas de legitimidad. La política de normalización lingüística que en ellas se sustente, por fuerza una política de sesgo paternalista en el mejor de los casos y totalitario en el peor, será asimismo ilegítima. Así espero mostrarlo a continuación.
¿Cuáles son los únicos criterios válidos de legitimidad?
El vicio de origen de los fundamentos susodichos radicaría, en palabras de Félix Ovejero, en tomar a la lengua como la «unidad de valoración moral». Desde ese criterio, y cada vez que una lengua más particular se considere «en peligro» o discriminada frente a otra mayoritaria, quedarían justificadas intervenciones públicas que favorecieran la presencia social de esa menor y limitaran al mismo tiempo el alcance de la mayor. Pues bien, dígase cuanto antes que sólo el individuo es la unidad de valoración moral de la política (de la lingüística como de cualquiera otra) y no entidad abstracta alguna del tipo Lengua, Comunidad, Pueblo o Territorio. Y eso porque sólo él puede ser en puridad sujeto moral, es decir, capaz de reflexión, sufrimiento, decisión libre y responsabilidad, aun cuando su derecho individual sólo pueda ejercerse -como otros varios derechos- colectivamente por el hecho de pertenecer a una colectividad y en el seno de ella. La lengua importa porque es del ciudadano, pero el ciudadano importa mucho más que su lengua. El problema político democrático suscitado por las lenguas es resolver el modo como los individuos ejerzan su libertad con respecto a ellas y dar con la fórmula en que el uso de sus lenguas ensanche el espacio de su libertad.
Desde este punto de mira enseguida se echa de ver que el valor predominante de una lengua es el instrumental o comunicativo. Digan lo que digan ciertos teóricos unidimensionales, el más obvio y fundamental interés lingüístico del individuo no estriba en mostrar así su fidelidad a una comunidad de raíces o en formar parte de una cultura homogénea; estriba más bien en entenderse con sus conciudadanos próximos y por esa vía acceder a los bienes de su sociedad, desde los económicos y políticos hasta los culturales y otros más espirituales (Weinstock, 264, 269). Las cosas no son tan trágicas como las pinta el multiculturalista o el creyente en el destino eterno de los pueblos. El drama de la desaparición de una lengua tal vez represente el declinar de la tradición que en ella se manifestaba, pero no afecta a la comunicación de sus hablantes, que simultáneamente ya se está encauzando a través de otra lengua. En lo que nos concierne resulta además que, precisamente desde este valor instrumental y con excepción del vascuence, las lenguas regionales españolas están muy emparentadas entre sí.
Se comprende asimismo que ese sujeto de derechos lingüísticos será el propio hablante de la lengua en cuestión, no quien por puro capricho o interés sectario u otros motivos (salvo los de necesidad) se propone llegar a hablarla. En rigor tampoco habría que incluir como titular de tal derecho a la persona meramente escolarizada en un plan de normalización y sin otro vínculo efectivo con tal lengua. Nos referimos, a fin de cuentas, al que tiene esa lengua como materna, o adquirida largo tiempo atrás o, en todo caso, como idioma de uso ordinario. Lo que significa que ese sujeto de derechos lo es sólo en tanto que miembro de la comunidad lingüística afectada, y no de la que presuntamente formaban en el pasado sus moradores ni hoy de otra comunidad ajena, y sólo mientras el hablante permanezca en interrelación con los suyos. Y es que aquí rige un principio de adecuación a la realidad sociolingüística. Mientras por lo general una política anclada en supuestos normativos exige transformar la realidad para erradicar o paliar las múltiples injusticias, la política lingüística -al contrario- se expone a cometer injusticias precisamente cuando se propone cambiar esa realidad. Aquí lo que debe haber es, con bastante certeza, lo que hay, porque eso que hay expresa por lo general la voluntad de los hablantes. Es decir, ha de respetarse la distribución de los ciudadanos según sus lenguas maternas, su uso efectivo, su rango en la conciencia colectiva, etc. A tal punto es así que, incluso si la situación lingüística presente proviniera sin lugar a dudas de abusos anteriores -y a menos que la opresión o el expolio fueran tan recientes que permanecieran en la gente como una herida abierta-, esa situación deberá respetarse como legítima por ya consolidada. No se puede violentar ahora a los vivos porque tiempo atrás se violentara a los muertos. Este criterio de adecuación entraña justamente el principio opuesto al de sustitución (del dominio de una lengua por el de otra) que nuestros nacionalismos parecen empeñados en instaurar.
Apoyados en ambos pilares (prevalencia del valor comunicativo, titularidad individual del derecho), aún pueden darse algunos pasos más sin salirnos de este plano básico de la fundamentación. Por de pronto, si el derecho lingüístico no le asiste al hablante abstracto, sino al hablante inserto en una comunidad lingüística viva, entonces no puede tratarse de lo que se llama un derecho de personalidad, sino de un derecho territorial en el sentido que ahora se verá. Lejos de ser independiente de la zona de residencia de su titular, es un derecho del todo dependiente de ella porque sólo en ella puede ejercerse; lejos de ser transportable con su sujeto, por su propia naturaleza no cabe exigirlo para comunicarse en el interior de un grupo de habla diferente. No es pues un derecho geográficamente universalizable, como lo es la libertad de expresión o la religiosa, pues no cabe decretar el deber del hablante de otra lengua de aprender la minoritaria nuestra. Es un derecho universal en el sentido de que afecta a todos los partícipes de las comunidades lingüísticas, pero sólo en su calidad de partícipes de una de ellas. Hasta una de las teóricas más notorias de esos derechos de pesonalidad «condiciona el título del derecho (…) a ciertos atributos personales, en este caso, el ser parte de una comunidad de lengua particular»; de suerte que «el atributo personal que desencadena el derecho no es completamente universal: solamente algunos estarán calificados» (Réaume, 289).
De igual manera, y dado lo primordial de su función comunicativa, esa comunidad lingüística que inviste a sus miembros de derechos relativos a su lengua no puede ser un grupo muy reducido. O, lo que es lo mismo, ha de abarcar a un número suficiente de hablantes como para hacer probable o segura su viabilidad. Llámesele justificación agregativa, si así place, pero la atribución de derechos lingüísticos en una sociedad de recursos escasos, con múltiples necesidades colectivas en liza y tocantes a cosas valiosas no por sí mismas sino por su servicio a las habitantes…, no puede sustraerse al cálculo de costes y beneficios. En unos casos bastará con un régimen lingüístico de tolerancia, mientras en otros será de justicia un régimen de protección y hasta de fomento de tales derechos. Aquella citada defensora del principio contrario reconoce que «la protección debe procurarse sólo cuando hay un número suficiente de hablantes viviendo en proximidad, lo que introduce una dimensión geográfica a la política lingüística» (Réaume, 273-274). ¿Acaso no consagra esto mismo la Carta Europea de Lenguas regionales y minoritarias, suscrita por España? Pero ese criterio nuclear de «zonificación» que allí se establece no ha sido aplicado en nuestras políticas lingüísticas, salvo (que yo sepa) en Navarra y con la arriscada oposición permanente del nacionalismo vasco.
Si mis reflexiones no desvarían demasiado, a partir de estos fundamentos de legitimidad cabrá deducir sin grandes esfuerzos la mayor o menor ilegitimidad de las metas, instrumentos y resultados de las políticas lingüísticas que se vienen aplicando y que algunos proponen todavía extremar. Lástima que, dado el tiempo transcurrido en mi charla, no quede más remedio que recortar lo previsto y, aun en lo poco que resta, exponerlo al estilo del telegrama.
Ilegitimidad de las metas
Voy a hacer como que me olvido ahora de las intenciones ùltimas de tales políticas, ya exhibidas hoy sin ningún disimulo allí donde los partidos nacionalistas ocupan el gobierno local o lo mediatizan en buena medida. Son aspiraciones independentistas (y no es momento de debatir el derecho de autodeterminación, que tampoco les ampara) o, cuando menos, de conquista de mayores cotas de soberanía. Veamos alguna de ellas.
1. En el propio país, la recuperación y/o extensión de la lengua propia
Hacia el bilingüismo o el monolingüismo Nos ceñimos a regiones en que conviven dos comunidades lingüísticas: en el mejor de los casos, además de emplear lenguas muy próximas entre sí, están territorialmente concentradas y resultan equiparables en número de miembros (tal vez el caso de Cataluña y Valencia, reconozco que ignoro el de Galicia) y, en el peor, dispersas y de muy desigual proporción en su reparto entre su población (el de Euskadi). Allá el objetivo de sus poderes públicos o de ciertas instituciones como la Universidad parece apuntar sin ambages al monolingüismo en su denominada «lengua propia»; acá parecen contentarse de momento con la conquista de un bilingüismo con el castellano. Pues bien, uno se atreve a sospechar que los acuerdos que consagran tal empeño universalizador no son democráticos, por muy mayoritarios que fueran.
a) El monolingüismo en catalán como objetivo.- Dada la amplitud de la comunidad de lengua catalana, no cabe disputa alguna sobre el derecho de sus integrantes a su educación en catalán y a la presencia de esa lengua en el espacio público. Eso viene plasmado ya en su misma cooficialidad. Lo que negamos es el prepotente derecho del gobierno a imponer la presencia exclusiva de la lengua «propia» sobre la otra cooficial en educación y todos los ámbitos públicos (cfr. trabajo de F. de Carreras y J. Domingo en Teoría y realidad constitucional 12- 13, 2003-2004), cuya malicia llega hasta impulsar una vía oficial a la delación («Oficinas de Garantías Lingüísticas»). Lo que también negamos es que haya derecho alguno -¿de quién?- para decretar el deber universal de los ciudadanos de Cataluña de aprender el catalán. Sobra decir que esas prácticas no es que sean inconstitucionales; mucho más y mucho antes que eso, su ilegitimidad estriba en atropellar la libertad individual en múltiples sentidos, desde la de educación hasta la de expresión, etc. Una comunidad igual o menor somete a otra igual o mayor.
Pero habrá que adelantarse a un par de seguras objeciones. ¿Acaso no sería justo que, si una comunidad lingüística impone constitucionalmente el uso y aprendizaje general de la lengua del Estado, pueda la otra a su vez imponer estatutariamente el uso y aprendizaje de la lengua «propia» de Cataluña? Creo que no. Aparte de que lo más justo sería que fuera la necesidad real la que impusiera los hábitos lingüísticos, lo cierto es que el mandato constitucional se adecúa a la realidad social catalana (donde una lengua es conocida por todos y la otra sólo por la mitad), mientras el Estatuto reformado pretende forzar e invertir esa realidad. Más aún, porque no es la comunidad lingüística de Cataluña en castellano sino la comunidad lingüística española, mucho más amplia y dotada de una lengua común, la que tiene derecho a exigir ese aprendizaje. Y eso sin contar con el derecho que, cuando menos por conveniencia administrativa pero sobre todo por razones de una ciudadanía compartida (verbigracia, para amparar el derecho de circulación o la igualdad de derechos en todas las partes de España), ampara al Estado para imponer el conocimiento de la lengua común…
¿Y no parece injusto que sólo las personas de lengua materna catalana apechuguen -como hasta ahora- con el esfuerzo de aprender el castellano y que, al revés, las de lengua castellana no se sacrifiquen nada en aprender el catalán? ¿No habría que sufragar por parte de la comunidad lingüística mayor el coste de producir un bien público – ensanchamiento del ámbito de comunicación- con cargo tan sólo a la cdad. lingüística menor? Pero es que ese supuesto no se da: primero, porque la carga no es tal si se considera la proximidad entre ambas lenguas y que los hablantes de una y otra comunidad viven en contacto permanente; y segundo, porque es el hablante de la lengua menor el que saca más beneficios de adquirir destrezas en la lengua mayor y común… Sólo si fuera el caso de una desigualdad de oportunidades (verbigracia, en el mercado laboral) favorable a unos hablantes habría lugar a una justicia cooperativa; pero en la actual Cataluña la comunidad desfavorecida es precisamente la de habla castellana…
b) El bilingüismo castellano-euskera en el caso vasco.- Lo que parece una meta equilibrada, no lo es tanto. La misma cooficialidad lingüística es aquí engañosa. A la vista de la distribución geográfica de los hablantes de euskera, y puesto que hay amplias zonas en las que o nunca se habló o dejó de hablarse hace algún siglo o se habla hoy en una muy escasa medida, el punto de vista de la justicia (y de la Carta Europea) hubiera pedido implantar una política lingüística con un criterio de zonificación. Ello hubiera evitado, entre otros muchos despropósitos, el sacrificio anual de tantos docentes y alumnos castigados por no alcanzar el nivel lingüístico que se les exige. Pero ahora lo dejo.
2. La cooficialidad en toda España
Resulta a mi entender un verdadero sinsentido y, por tanto, carente de todo sustento normativo.
a) Porque sólo puede ser oficial en una comunidad política general, con vistas al entendimiento común, la lengua más representativa, un idioma realmente conocido y usado por todos o casi todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus lenguas particulares. Y esa condición de lengua franca sólo la ostenta entre nosotros el español o castellano. Ya lo expresó con la suficiente contundencia nuestro recordado Lodares: «Vivimos en un país de comunidad lingüística basada en el español, lengua general que contacta con otras en determinadas zonas. No sólo eso: en dichas áreas de contacto el español es, en muchas ocasiones, la lengua más corriente» («El precio de las gramáticas». El País, 7.12.2004).
b) Según se adelantó, no hay derechos lingüísticos más que en el seno de una comunidad lingüística viva. No son derechos universales e in-definidos, válidos aquí y allá, sino definidos y en último término locales. Y lo que vale obviamente para el caso de las fronteras interestatales, vale también para las fronteras regionales o, si se prefiere, inter- nacionales. De otra manera cada comunidad lingüística local debería contar con funcionarios destinados a atender en todas las lenguas cooficiales de España.
c) Por tanto, no pueden exigirse derechos simétricos allí donde las comunidades lingüísticas son asimétricas. Quiere decirse que las cdades. lingüísticas particulares tienen deberes hacia la cdad. lingüística común y hacia sus hablantes que la común o general no tiene respecto de las particulares. En el espacio compartido la lengua común es la preferente; en el espacio particular -y en el mejor de los casos- disfrutan de la misma preferencia. Eso significa, en suma, que la administración pública particular podrá ser bilingüe, pero la administración pública central tendrá que ser monolingüe en la lengua oficial del Estado.
d) ¿Cuáles podrían ser entonces los fundamentos de esa reivindicación? Tal como la entiendo, sólo se me ocurren dos: de un lado, el resentimiento hacia la lengua dominante, contra eso que da en llamarse el «imperialismo lingüístico», etc.; del otro, la búsqueda del prestigio de la lengua minoritaria… Y no parece que estas aleatorias emociones grupales deban determinar la política lingüística de un país.
3. La cooficialidad en la Unión Europea
Se sobreentiende que esa cooficialidad se limita a los órganos comunes de gobierno.
a) A diferencia del caso anterior de España, puesto que los países europeos no disponen de una lengua materna o de uso común, habrá de escogerse una o unas como oficiales (lo que en España no hace falta).
b) Puestos a ello, si el criterio último es la eficiencia comunicativa en el trabajo político, el criterio próximo deberá ser el preferir las lenguas más extendidas en Europa. De lo contrario, se caería en el absurdo de convertir las lenguas menores en más representativas fuera de su casa que dentro de ella.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, 30/9/2005