ABC 05/02/16
DAVID GISTAU
· No puede compararse la salida reconciliadora de una guerra/dictadura con el saneamiento de una crisis
ME niego a aceptar el concepto de Segunda Transición. Por pomposo. Por la importancia –¡histórica!– que intentan conferirse a sí mismos los personajes que lo han puesto en circulación. Porque no puede compararse la salida reconciliadora de una guerra/dictadura con el saneamiento de una crisis. Y, sobre todo, porque los pretendidos autores de esta Segunda Transición lo que están diciendo es que la primera no se hizo o fue fallida y todo cuanto ocurrió después fueron cuatro décadas imperfectas durante las cuales los españoles no hicimos sino entretener nuestras miserias a la espera de los seres providenciales que vendrían a hacernos o gente o daneses.
En lo que concierne a este cronista, la sensación de fracaso la procura la corrupción masiva, la que, por ejemplo, obligaría al PP a dejarse de chorradas con los casos aislados y la vergüenza que pasan todos y refundarse por pudor. Pero, más allá de eso, el concepto de Segunda Transición certifica la teoría que Pablo Iglesias exponía cuando dictaba conferencias en las «herriko» tabernas y decía que ETA era la primera organización de izquierdas con inteligencia política para comprender que a la democracia había que combatirla a tiros porque el régimen del 78 era franquismo «lampedusiano», franquismo con coartada democrática. Como su leninismo. El que tiene subyugados a todos los nostálgicos utópicos de la «gauche-divine» que han encontrado en Podemos otra atracción a la que subirse. Y sin pasar por las náuseas de la profilaxis contra la malaria como cuando debían peregrinar a la selva Lacandona. Esta vez, la cursilería macondiana de los que comandan pueblos germina en nuestros propios barrios, donde tanto se ha diversificado la gastronomía étnica, para deleite de quienes crecimos sin conocer más exotismo que el «chop-suey» del Palacio del Dragón.
Encima, por cómo apunta hasta el momento, resulta que la nueva Transición es más bien una nueva Regresión que se ha propuesto corregir las imperfecciones y las cuentas pendientes, no del ciclo del 78, sino del 34. De un modo inocuo que alude a la repetición como farsa de los dramas, las listas de paseados de Carmena nos devuelven al estupor que, durante los años treinta, se propagaba por el café en el que entraba la noticia del asesinato, a manos de la arbitrariedad ideológica o del simple rencor, de alguien en quien era imposible sospechar fascismo, un escritor, un sacerdote, un monárquico, un diputado de las Cortes republicanas. El otro día, con motivo del repudio que sufrió en su pueblo original, tuve un intercambio de mensajes con Arcadi Espada en el que algo que dijo me recordó un eterno fracaso español que parecía haberse corregido precisamente con el régimen del 78: el advenimiento del pequeño burgués liberal que ansiaba ser Chaves Nogales. El tercer español, otra vez perseguido hasta en los callejeros por el regreso anacrónico, zombi, de una de las dos viejas facciones homicidas que encima se pretende «lo nuevo».