ABC-IGNACIO CAMACHO
A la política educativa le sobran prejuicios ideológicos y le falta pensamiento estratégico. Lo pagaremos
POR más que hasta el neoliberalismo más esencialista haya asumido ya el Estado del bienestar como un fundamento del orden europeo, el sedicente progresismo español continúa considerándolo como su particular predio. En materia de educación y sanidad, en concreto, no admite ninguna reforma bajo otra pauta que su propio criterio. Cuando está en la oposición exige consenso, pero en cuanto llega al poder impone sus métodos por mayoría o por decreto. En el ámbito pedagógico, la izquierda se siente autorizada para decidir lo que es o no es moderno, que en general suele consistir en invadir de prejuicios ideológicos los colegios y en desmantelar cualquier ordenamiento que la derecha haya podido articular al respecto. Por eso llevamos siete leyes educativas en democracia, a una por quinquenio, contando la de Villar Palasí que, aunque promulgada al final de la dictadura, rigió en la Transición durante un cierto tiempo. Y dos de ellas, una de UCD (Suárez) y otra del PP (Aznar), nunca llegaron a entrar en funcionamiento. La octava norma ya está en proceso cuando la séptima, la Lomce de Rajoy-Wert, apenas ha alcanzado su desarrollo completo. Y como era previsible, este Gobierno pretende aprobarla sin plantearse siquiera un pacto de gran espectro. Los socialistas no discuten sobre su modelo.
En realidad no sería demasiado difícil alcanzar un acuerdo transversal sobre aspectos estrictamente técnicos o prácticos: los contenidos formativos, el desarrollo igualitario, la lucha contra el fracaso escolar, la formación profesional o la evaluación del profesorado. El problema es de orden político y simbólico, de los principios que determinan que se note quién está al mando. Ahí no cabe negociación posible porque la izquierda no permite a nadie la entrada en su territorio acotado y porque el nacionalismo vigila el blindaje de su hegemonía lingüística y su sesgo didáctico. Que los debates de tono más alto sean siempre el de la asignatura de Religión, el de la lengua vehicular o el de los centros concertados indica hasta qué punto la cuestión primordial está desenfocada por tabúes doctrinarios. No hay modo de centrarse en lo importante, que es la preparación del alumnado para desenvolverse en una sociedad global que penaliza el retraso. Ni siquiera hemos sido capaces de sacar partido a la formidable herramienta de competitividad que representa el castellano como idioma franco.
El gran déficit de país de España es la ausencia general de pensamiento estratégico. La élite dirigente vive ofuscada con ardor extremo en asuntos perfectamente superfluos. El combustible más potente de la actividad pública es el rencor, el antagonismo, el resentimiento; una paralizante, irresponsable obsesión histórica por desandar lo andado y deshacer lo hecho. Así nos luce el pelo. El futuro, que es de lo que trata la educación, nos pillará discutiendo. Lo pagaremos.