Juan Carlos Girauta-ABC

  • Lo que sucede en el campo audiovisual confirma la regresión de una sociedad que ha sido plenamente alfabetizada para no leer libros

Tengo un amigo especialmente dotado para las frases lacónicas y afiladas. Al salir del estreno de Pretty woman, viendo las sonrisas complacidas de nuestras acompañantes, soltó: «Moraleja, hazte puta». Acertaba; la princesa del cuento no es la Cenicienta martirizada por sus hermanastras sino una hetaira de calle, y el príncipe, encarnado por el Richard Gere de registro único, compra empresas para venderlas a pedazos. El bodrio sigue batiendo récords cada vez que lo reponen. Cuando mi amigo extrajo la moraleja nos podía gustar o no gustar una película, pero no recuerdo haber salido jamás de una sala de cine oyendo decir a alguien que se sentía ofendido. No sé la suerte que correrá la cinta que catapultó a Julia Roberts

ahora que la cadena Sky advierte a su público de que Desayuno con diamantes puede resultar ofensiva. Con lo que Blake Edwards se esforzó para disimular la profesión del personaje creado por Truman Capote, también bastante plano pero bendecido por Audrey Hepburn. La peli que no ofendió a los abuelos ofende a los nietos.

No creo que los espectadores adultos, que la habrán visto varias veces en su vida sin mayor problema, hayan desarrollado una nueva sensibilidad. Aunque podría ser. Lo lógico es colegir que las cadenas, las plataformas y el universo cinematográfico simplemente se están adaptando a la estricta moral de generaciones que han crecido en una burbuja y que han atravesado la Universidad bajo una urna de cristal. Su hipersensibilidad reproduce con fidelidad especular prejuicios fabricados por los docentes. En EE.UU. -y por tanto pronto aquí-, los estudiantes ya cuentan en los centros más avanzados con salas para llorar, por si les hiriera algo de lo expuesto en una conferencia. Es decir, por si una voz exterior contradijera su visión del mundo.

Lo que sucede en el campo audiovisual confirma la regresión de una sociedad que ha sido plenamente alfabetizada para no leer libros. La ignorancia de la literatura mantiene de momento a salvo de la censura al mundo editorial. Sin embargo, en ocasiones no hay modo de eludir una novela, objeto cultural desafiante por naturaleza. Por ejemplo, si estás estudiando filología. O en la lista de lecturas obligatorias para la educación secundaria. Ahí sí va irrumpiendo la moral ofendida. Ahí sí se han dictado las exclusiones, por racistas (y justamente en Minnesota), de novelas como Matar a un ruiseñor o Las aventuras de Huckelberry Finn. Han leído bien: por racistas. Cualquiera debería saber que se trata de dos memorables obras antirracistas, pero en ambas se utiliza una palabra prohibida. Presentismo puro. Imaginen la escabechina que se organizaría si se aplicaran criterios similares a Quevedo. O si ofendiditos feministas neopuritanos supieran que Horacio, además del parir el carpe diem, vejó en sendos poemas A Lice, puta vieja y A Lidia, puta vieja. Qué marichulo, el tío, y redundante. Non imprimatur!