JAVIER RUPÉREZ – ABC – 25/06/15
· La Carta de las Naciones Unidas no dio nacimiento al viejo sueño medieval del Gobierno Universal, sino a un más modesto esquema de cooperación internacional basado en ciertos principios y reglas. Construido, eso sí, sobre el fracaso evidente de la Sociedad de las Naciones, que nació viciada por la ausencia de los Estados Unidos.
Hace setenta años, el 26 de junio de 1945, en San Francisco, cincuenta países firmaban el texto constitutivo de la Organización de las Naciones Unidas. El preámbulo de la Carta fundacional, que ha pasado a ocupar puesto de preeminencia entre los que con precisión conceptual y belleza estilística marcan una época en la Historia, es aquel que afirma: «Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestras vidas ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas».
Siete décadas después son más de ciento noventa los miembros de la Organización, que ha pasado a ocupar un lugar de referencia imprescindible en el concierto mundial. Es, a diferencia de su predecesora, la Sociedad de las Naciones, el cenáculo universal por excelencia, el lugar inevitable de encuentro para amigos, adversarios y enemigos, el foro privilegiado de discusión del que ningún tema significativo de la vida internacional queda ausente.
El tiempo parece haber dado razón a los redactores del texto: en setenta años no ha conocido el mundo ningún conflicto generalizado. Los horrores de las dos Guerras Mundiales del siglo XX han sido ahorrados a una ciudadanía que en ese mismo tiempo ha crecido significativamente en número pero también en libertad, y en prosperidad, y en justicia, y en igualdad. Y sin embargo no han sido pocos ni leves los conflictos locales o regionales, ni escasas las violaciones de los derechos humanos, ni anónimos el hambre y el subdesarrollo, ni baladíes los olvidos de las normas de derecho internacional que la Carta de las Naciones Unidas nació para proteger. Pareciera como si la indudable ilustrada voluntad de los fundadores, que en el fondo y en la forma tan cerca se situaron de lo mejor del constitucionalismo histórico y occidental, se hubiera quedado a medio camino, impotente para hacer cumplir la nueva racionalidad a los díscolos. O a los delincuentes.
Es esa dicotomía entre los principios y las realidades la que ha venido marcando la historia de la ONU y la que ha condicionado su reputación: inmaculada para unos, perfectamente prescindible para otros. Seguramente olvidando que la ONU, a pesar de su proliferación administrativa, no es otra cosa que la suma de las voluntades de los estados miembros agrupados en un esquema supranacional –término que los internacionalistas utilizan para describir las agrupaciones de estados sin cesión de soberanía– en el que a la postre cuenta la voluntad individual de los participantes. La Carta de las Naciones Unidas no dio nacimiento al viejo sueño medieval del Gobierno Universal, sino a un más modesto esquema de cooperación internacional basado en ciertos principios y reglas. Construido, eso sí, sobre el fracaso evidente de la Sociedad de las Naciones, que nació viciada por la ausencia de los Estados Unidos, que nunca contó con el beneplácito de los regímenes autoritarios de derecha o de izquierda y que no pudo dotarse de una maquinaria mínimamente sancionadora.
La ONU fue desde el principio de su andadura otra y mejor cosa, efectivamente configurada por la voluntad de sus fundadores –la coalición vencedora en la II Guerra Mundial– para establecer un marco de juego en el que la ley imperara y quedara la aventura proscrita y sancionada. Que no en todas las circunstancias eso haya sido siempre así no debería servir de pretexto para declarar su inutilidad. Rara vez, si alguna, en la vida internacional de relación se había encontrado un grado de institucionalidad como el que ha crecido a la sombra de la Carta de San Francisco. El que subsistan los que conculcan sus reglas o aquellos que nunca creyeron demasiado en ellas –resulta, por ejemplo, sorprendente que la URSS de Stalin se prestara a poner su firma bajo un documento inspirado en la filosofía de las democracias occidentales– ni impidió entonces ni menos impide ahora la fuerza de la sanción moral, cuando no directamente la física, destilada por el conjunto de normas en las que se basa la corporación. Las que en última instancia otorgan o niegan legitimidad a las acciones exteriores, y en muchas ocasiones interiores, de sus socios.
Es imponente el cuerpo de doctrina que ha ido generando la Asamblea General –recuérdense los textos sobre los derechos humanos o los relativos a las relaciones entre los estados–, como no menos impresionante resulta la labor política del Consejo de Seguridad en su papel de órgano superior del sistema. Es cierto: su composición y sus atribuciones desmienten en algún grado la reclamación de la igualdad para «Naciones grandes y pequeñas» en la medida en que, a la antigua usanza, configuran un directorio privilegiado que tanto recuerda a los de otros tiempos. Pero no es menos cierto que sin esa dirección ejecutiva, a pesar de no representar en la actualidad las relaciones de fuerza que se daban en el mundo hace setenta años, hubiera sido imposible dar coherencia a toda la operación y menos obtener el compromiso en la misma de los «Grandes». Por eso mismo hoy sería impensable que ninguno de los numerosos miembros de la Organización, aun sintiéndose injustamente maltratado por la misma, decidiera interrumpir su asociación con ella. Como los cínicos siempre mantuvieron, «mejor dentro que fuera».
En el aniversario habrá también que recordar las aportaciones que muchas de las agencias especializadas vienen desarrollando para mantener la paz, para alimentar a poblaciones desplazadas o aterrorizadas por los conflictos, para realojar a los refugiados y para tantas otras atenciones que necesita la Humanidad doliente y que solo la maquinaria de la ONU puede prestar. Maquinaria con frecuencia pesada y a menudo impulsada por prejuicios ideológicos que no deberían tener lugar en una confederación de estados soberanos. Razón de más para no dejar en manos de interesados agentes el sistema de gestión internacional que desde hace setenta años viene funcionando bajo la inspiración de la Carta fundacional.
Dicen que Churchill decía que era mejor «hablar y hablar que disparar y disparar». Y es que, hasta el extremo de lo imposible, siempre será mejor una mala negociación que una buena guerra. Para eso fundamentalmente están las Naciones Unidas. Jóvenes en sus setenta años de existencia. Felicidades.
JAVIER RUPÉREZ ES EMBAJADOR DE ESPAÑA Y FUE SUBSECRETARIO GENERAL DE NACIONES UNIDAS Y DIRECTOR DEL COMITÉ ANTITERRORISTA DEL CONSEJO DE SEGURIDAD ENTRE 2004 Y 2007 – ABC – 25/06/15