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  • El federalismo vuelve a aparecer como un intermedio razonable, capaz de disgustar a un tiempo a los separatistas y a los unitaristas a la fuerza

El federalismo vasco celebra este sábado en Vitoria un acto recordatorio de aquella reunión de Eibar de 1869 donde se encontraron otros federales vascos y navarros cuando una oportunidad democrática se abría paso en España. Las expectativas que se generaron entonces respondían a la necesidad de dar solución al problema de la organización territorial del Estado. Este se había conformado unas décadas atrás “a la francesa”, siguiendo un modelo unitario y centralista, que en este caso no respondía al afán jacobino por igualar a todos ante la Administración, sino a la de dominar esta desde un centro de poder, al margen de si ese Estado era capaz o no -que no lo fue durante muchos decenios- de proveer de atención, derechos y servicios a sus ciudadanos. Por eso nuestros ancestros reivindicaban “La Federal” como mito emocional donde confluía su deseo de otra organización descentralizada y autónoma de las localidades y regiones que conformaban la España de entonces con otro de igualdad auténtica de derechos, sobre todo sociales y políticos, para quienes la poblaban.

El federalismo, entonces, ha nacido de la necesidad de reparar males mayores, por más que beba como tantas otras ideas grandes de un cuerpo filosófico y doctrinal. Hoy mismo, en pleno siglo XXI, esto se observa con nitidez. Se dice que la organización territorial del Estado español responde a un modelo federalizante, que no todavía federal. Es así. Nuestra fórmula autonómica abrió espacios para el autogobierno sin una hoja de ruta previa. Resultado de ello ha sido un modelo que se ha ido construyendo sobre la marcha y que ha ido creándose partidarios y contrarios en su propio evolucionar.

Al cabo de casi medio siglo de ello, diferentes y contradictorias taras y descalificaciones se proyectan sobre él. Básicamente son tres. De un lado, el nacionalismo denominado periférico (catalán, vasco, …) ha mostrado sus reticencias parciales o extremas en tanto que la fórmula no destaca su singularidad respecto de regiones sin su querencia diferencial o porque esta no da cauce legal a sus recurrentes demandas soberanistas. El autonomismo español, ciertamente, es un traje flexible, pero único, que a unas regiones les queda ancho y a otras estrecho. Así, algunas voces reclaman de nuevo la devolución al Estado de ciertas competencias y otras se aplican a hacer desaparecer a este del escenario físico y simbólico de sus territorios, pasando por encima de la identificación nacional de parte de su ciudadanía.

La segunda crítica importante, que viene ganando enteros en los últimos años, es aquella que ve agazapados el separatismo y la división territorial detrás de los Estatutos de Autonomía y de la propia gestión del autogobierno regional. Los males de la patria ya no estarían centrados en el mal uso de ese autogobierno o en la exacerbación constante que hacen los nacionalistas de él, sino en la propia idea de descentralizar el país, que llevaría indefectiblemente a todos sus administradores a las tesis del particularismo político (secesionista o no, ese es otro asunto). En uno u otro caso, con una u otra crítica al modelo autonómico, este corre peligro, sobre todo si el inestable equilibrio político actual se rompe en beneficio de las tesis recentralizadoras que constituirían el mejor aliento a sus complementarias separatistas.

La tercera crítica es la que venimos haciendo los federalistas, los vascos y los de todo el país. Remite precisamente a la indefinición del modelo y a sus limitaciones por esa vía. Alternativamente, propone una fórmula federal que precisaría las jurisdicciones y competencias de cada cual, del Estado Federal (o central) y de las diferentes Federaciones (regiones). Se es consciente de que una precisión normativa o una identificación más precisa del modelo no obran como bálsamo de Fierabrás capaz de resolver de por sí todos los problemas; los estados federales discuten igual que nosotros sus problemas de relación entre el centro y las partes (aunque, a diferencia de nosotros, lo hacen mancomunadamente entre el centro y las partes). Pero no cabe duda de que ese modelo más preciso serviría hoy para poner algún freno a la convergente tendencia centrífuga y querencia recentralizadora que se advierte. El antimodelo “confederal” de relación directa con la Administración central –la unilateralidad tan reclamada- es un ejemplo de desigualdad territorial y de discrecionalidad de los poderes, empezando por el del propio Estado, siempre tentado a favorecer a los de su color y entorpecer a los contrarios. La indefinición actual es el caldo de cultivo de prácticas políticas, como la de “sacar de Madrid” –o ser interlocutor allí-, que, aunque apreciadas por la ciudadanía presente, son lo más parecido al funcionamiento del caciquismo de la España decimonónica.

Como a ese se podría acudir a otro tipo de argumentos. La todavía reciente pandemia nos enseñó cómo las querencias localistas no resuelven los problemas reales de hoy. Ni siquiera el marco de los actuales Estados es suficientemente grande y fuerte como para responder a los mismos, a los importantes (vg. las grandes migraciones, los movimientos incontrolados de capital, el poder creciente de las entidades privadas o la cuestión medioambiental). Parte de la crisis del modelo del Estado-nación actual tiene que ver con la inadecuación de su tamaño, que sí que importa: muy pequeño para lo importante y demasiado grande para las ubicuas y constantes pulsiones identitarias. Incluso el gran invento de la Unión Europea no soluciona todas nuestras dificultades y constituye, por el contrario, un motivo de alarma y denuncia para esos nostálgicos de soberanía que alimentan los nuevos populismos.

El federalismo es hijo de la Ilustración, de la razón ilustrada, pero suficientemente razonable como para apreciar que la emoción mueve también montañas, y que no atender a ese argumento te invalida para la comprensión y la acción de la política práctica. Hay creyentes de la nación originaria que viven con nosotros y a los que debemos también una respuesta. Pero esta no puede ser contradictoria para quienes demandan su cosa en oposición a la de los otros, su nación en oposición a la de los demás. Por eso el federalismo, consciente de que eso existe y mueve pasiones, se sitúa voluntariamente más allá de ese espacio y pretende una aséptica organización de los territorios, casi en términos de mero administrativismo, por más que en ello vaya incluido el reconocimiento activo de que estos y sus respectivos ciudadanos contienen diferencias y atributos propios y distintivos que es necesario respetar y también propiciar como valor.

La urgencia hoy del federalismo en la España del siglo XXI no procede del empeño de sus partidarios, como si se tratara de una colección de diletantes o de adeptos a la última novedad. Nada más lejos de ello. En el federalismo se encuentra hoy más que nunca el engarce posible entre quienes cuestionan nuestra convivencia territorial por causas contradictorias. En esa intención posibilista, en su renuncia a proclamar una nueva doctrina sacrosanta, exageradamente ambiciosa y ortodoxa, el federalismo vuelve a aparecer como un intermedio razonable, capaz de disgustar a un tiempo a los separatistas y a los unitaristas a la fuerza. Y quizás en ello radique, no su atractivo, sino su virtualidad, su capacidad para hacer lo más felices posible a la mayor cantidad de personas, vista la perniciosa eficacia y la capacidad de ruptura social que tienen las doctrinas, nuevas o viejas, diferentes de la suya; la de quienes pretenden ciudadanos sumisos y acordes con su modelo patrio, la de quienes se pierden en los laberintos del ser y desatienden la realidad cotidiana del estar.