ABC 22/04/15
DAVID GISTAU
· Con Rajoy extirpado, nada impediría a los cuarentones llenarlo todo de impresiones flamantes allí donde huele a viejo, a podrido y a final
EL Partido Popular es un cadáver que sabe que lo es. Las previsiones electorales son desastrosas y cualquiera de sus cuadros que se exprese con sinceridad admite estar desmoralizado. Más aún desde que una manita collejera se abatió en la calle Don Ramón de la Cruz sobre el mito glorioso de los años fundacionales. Rajoy es un impedimento para ganar elecciones, para consolidar pactos de poder en el futuro e incluso para incorporar el partido al impulso rejuvenecedor que, para bien o para mal, sacude todas las instituciones españolas desde que la propia monarquía lo declaró necesario. En el PP merodea una generación de cuarentones que se considera llamada a ser el catalizador de ese impulso. Tiene incluso un remedio para sanar, como por imposición de manos, el partido de su estigma corrupto: concentrar las prácticas cleptocráticas en los años noventa, los de Rato y los de mayor actividad en los apuntes de Bárcenas, y arrogarse así, inocentes del delito de portación de pasado, la refundación de un partido limpio. Lo que impide esta maniobra es la doble presidencia de Rajoy, un político activo en los años noventa, un prototipo fabricado por el aznarismo que no podría refutar aquel tiempo sin liquidarse a sí mismo en la argumentación. Con Rajoy extirpado, nada impediría a los cuarentones llenarlo todo de impresiones flamantes allí donde huele a viejo, a podrido y a final.
En este contexto, ocurre lo siguiente. Sin avisar siquiera a su presidente, abocando a éste a una primera reacción balbuciente apenas remediada por la apelación a la no interferencia, el ministro de Hacienda desata una operación de evidentes repercusiones mediáticas, más allá de la solidez de los indicios existentes. Lo hace usando su propia Policía, puenteando a Anticorrupción –que pidió madurar la investigación–, y con cierta teatralización del allanamiento de la vivienda y el despacho de Rato y de su conducción como reo en una cuerda de presos de un lugar a otro. Lo hace en vísperas electorales y reventando una semana política que estaba prevista para que la ocuparan por entero Chaves y Griñán, es decir, la acepción corrupta del PSOE. Insisto en que la operación no la impulsa un juez que por definición podría tomar sus decisiones al margen de conveniencias y tiempos políticos, sino un ministro que no informa a su superior jerárquico de lo que está a punto de explotar en el seno de la legislatura y del partido. ¿Por qué? ¿Qué tensiones internas hay que desentrañar allí? Porque, más allá de los indicios existentes (insisto en esto), las circunstancias de la operación han potenciado en la percepción social las dos reflexiones por las cuales se llega a la conclusión de que Rajoy sobra y ha de despejar el camino a los cuarentones: que el PP está muerto y electoralmente destrozado, y que los años noventa y los personajes fundacionales encarnan el pecado original que debe ser sanado por personas cuyo pasado no se remonte tan lejos.