La oportunidad perdida

EL MUNDO 03/11/13
ROBERTO BENITO

La negativa final del PSOE a tramitar una reforma electoral en Asturias ha demostrado sin equívocos que ninguno de los grandes partidos está dispuesto a introducir cambios en el sistema electoral español.
Bloqueado el debate a nivel nacional por el PP, la iniciativa asturiana era pionera en el ámbito autonómico y podía haber marcado el camino a todas las demás comunidades, en muchas de las cuales está abierta la posibilidad de una reforma. Sin embargo, el PP y el PSOE han dejado claro que no van a apoyar la introducción de cambios en el sistema electoral, incluso aunque ello afecte a la estabilidad de los gobiernos que presiden, como ha ocurrido en el caso asturiano.
La razón de este inmovilismo es doble. En primer lugar, el sistema electoral actual, proporcional pero con elementos que premian a los partidos más votados en perjuicio de los minoritarios, les ha beneficiado siempre de tal manera que hace muy difícil que desde el PP y PSOE pueda surgir cualquier iniciativa de reforma. La única posibilidad es que uno u otro necesiten el apoyo de los partidos minoritarios para poder gobernar y que éstos obliguen a afrontar cambios.
En Asturias esto es lo que ha estado a punto de ocurrir, aunque finalmente no ha sido posible. Al fin y al cabo, el principal impulsor de la reforma era UPyD, que tiene un único escaño en el Parlamento asturiano, un peso escaso que no ha sido suficiente para forzar el cambio.
En segundo lugar, socialistas y populares muestran cada vez con más claridad que no se creen que en España haya realmente una crisis política. Que las encuestas señalan que la confianza en el sistema político y los representantes públicos está por los suelos es una realidad, pero los grandes partidos han decidido vincularlo exclusivamente a la crisis económica y a la supuesta necesidad de los ciudadanos de buscar culpables.
Esa creencia les lleva irremediablemente a confiar en que, cuando se supere la crisis, la confianza en los políticos y las instituciones regresará de forma automática. Una idea que ahora se ve especialmente reforzada por los primeros signos de recuperación económica, que hacen pensar que serán suficientes para que en el ciclo electoral que comienza en 2014 con los comicios europeos y que culmina en 2015 con los autonómicos y municipales (en primavera) y los generales (en otoño) no se produzca un descalabro de los grandes partidos y la mayor parte de los votantes siga confiando en ellos.
Así las cosas y consumado el fracaso asturiano, ¿qué espacio queda para que puedan prosperar reformas electorales? A nivel nacional, de momento la posibilidad es nula.
El PP ha bloqueado el debate a nivel interno y externo y no quiere oír hablar de iniciativas que puedan introducir aunque sea mínimos cambios en el sistema electoral. Todo lo contrario. En las contadas ocasiones en que la dirección del partido ha discutido el asunto, sus máximos representantes han ensalzado el sistema actual como una fuente de estabilidad y representatividad, que ha permitido a España contar desde la Transición con gobiernos fuertes capaces de dirigir el país sin los sobresaltos políticos de anteriores etapas, con especial referencia a la convulsa Segunda República.
Los problemas que ha generado el sistema, como el alejamiento entre los políticos y los ciudadanos o el excesivo beneficio que obtienen los partidos más votados y las fuerzas nacionalistas y regionalistas, no son suficientes para el PP como para respaldar un cambio.
A nivel autonómico, Asturias era la gran esperanza para los defensores de las reformas electorales. El proyecto rechazado el jueves por el PP y el PSOE, elaborado tras una comisión ad hoc en la que comparecieron muchos expertos de distinto signo y en la que se discutieron de forma amplia diferentes modelos electorales, mantenía las principales características del sistema actual, pero introducía dos importantes novedades.
La primera, las listas desbloqueadas, en las que los electores podrían mostrar sus preferencias por los candidatos de una misma lista, independientemente del lugar que ocuparan en ella.
La segunda, la modificación del número de escaños que se eligen en cada una de las tres circunscripciones electorales de Asturias para mejorar la proporcionalidad y evitar que los partidos más votados salgan tan beneficiados como ahora.
Además, la reforma rechazada introducía varios elementos con los que se pretendía modernizar el sistema y acercar la política a los ciudadanos, como eran la introducción del voto anticipado, del voto electrónico para residentes en el extranjero y de papeletas con el sistema Braille para personas invidentes; la celebración de dos debates televisivos obligatorios en medios de comunicación públicos durante la campaña electoral y la selección de los cabezas de lista de los partidos con el voto al menos de sus militantes en elecciones primarias.
Ninguna de las reformas electorales que se plantean en otras comunidades aspira a tanto. La mayoría de ellas se reduce a una disminución del número de escaños (Galicia, Castilla-La Mancha, Comunidad Valenciana), otras citan de forma genérica la posibilidad de las listas abiertas, pero sin concreción (Extremadura), y en las demás no se han planteado cambios de forma seria, incluida Cataluña, donde ni siquiera existe una ley electoral autonómica. La excepción quizá sea Madrid, donde hay una comisión en marcha y donde el PP, remando contra la corriente que marca la dirección nacional, propone un sistema mixto muy parecido al alemán, en el que un tercio de la Cámara sea elegido en circunscripciones uninominales, en las que el candidato teóricamente es más cercano a los votantes.
En este punto, la posibilidad de que se afronten de verdad reformas electorales en España ha quedado reducida a que los partidos minoritarios consoliden en las urnas en 2015 los resultados que las encuestas vaticinan para ellos.
Sólo si se rompe el abrumador dominio que PP y PSOE mantienen en el Congreso y la mayoría de las cámaras autonómicas, y UPyD, IU y otros pasan a ser fuerzas esenciales para lograr mayorías parlamentarias, estos partidos pueden llegar a forzar cambios importantes.
Y como demuestra el caso asturiano, puede que ni siquiera así sea posible y que todo el debate sobre nuestro sistema político que se ha generado durante la crisis se quede en nada.