IGNACIO CAMACHO-ABC
La desigualdad laboral entre sector público y empresa privada es una frontera invisible que separa otras dos Españas
EL mayor éxito de la protesta feminista de la pasada semana ha sido el de situar la homologación efectiva del salario de hombres y mujeres como una prioridad política inmediata. Aunque España no está entre los países europeos con mayor asimetría en ese aspecto, la movilización ha dado a esa injusticia una visibilidad diáfana y todos los agentes públicos se han comprometido a repararla. Existe sin embargo otra brecha de desigualdad laboral, quizá incluso más amplia, a la que el debate público debería otorgar la atención necesaria, y es la que separa las condiciones del sector público respecto de las que rigen en la empresa privada. Tanto en remuneración como en horarios, derechos efectivos, conciliación o pensiones, las diferencias reales entre ambos segmentos no constituyen una brecha sino una auténtica zanja que, lejos de cerrarse, se ensancha.
Esa grieta, que la crisis ha agrandado de forma dramática, señala la frontera invisible entre dos nuevas Españas: la que trabaja bajo estándares regulados y tutelados y la que lo hace de forma inestable y precaria, sometida a la tensión de un mercado darwinista, en continua devaluación y zarandeado por una competitividad despiadada. No parece casualidad al respecto que la huelga femenina del jueves tuviese mucho más seguimiento en la sanidad y la enseñanza –con potente influencia sindical y blindadas a la discriminación de género– que en el comercio, los servicios o la industria, donde el empleo está sometido a una vulnerabilidad palmaria.
Los estragos de la recesión, aún no superados, han divido la estructura laboral española en ocupaciones de primera –el funcionariado y similar– y de segunda –los contratados por cuenta ajena y autónomos–, lo que equivale a crear dos clases de ciudadanos. Y aún hay una tercera más desfavorecida: los parados. En estas circunstancias, la cohesión es una utopía sólo accesible, y no del todo porque también ha sufrido recortes, al personal de las administraciones del Estado. Que además, por capacidad de organización y de presión, pueden obtener, como acaban de hacerlo, ampliaciones de plantilla, reducciones de jornada o incrementos de sueldo inasequibles en otros ámbitos. El Gobierno, que ha cedido por razones electorales a la reivindicación de las mujeres y a la de sus propios empleados, carece de poder para decretar un correlato de subidas retributivas en el tejido privado, pero está tardando en usar sus facultades de iniciativa para auspiciar con los agentes sociales el correspondiente pacto. Una tarea que compete también a los sindicatos, refugiados en la zona de confort de un sector oficial sobredimensionado.
Porque no se puede asentar la recuperación ni levantar un proyecto homogéneo de país sobre una dualidad tan desequilibrada y ostensible en el mundo del trabajo. Salvo que el modelo al que aspiremos sea el de una sociedad de funcionarios.