LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO
- Utilizar las instituciones de manera ilícita en provecho propio de sus gestores está en el origen de la degradación de la democracia
La corrupción política en su versión económica, la de los «mangantes» en feliz expresión de Pedro Sánchez, es aquella en la que desde la esfera política se propicia el abuso y la extracción fraudulenta de los recursos financieros públicos en beneficio propio o grupal. La lista de los escándalos de ese tipo es amplísima y afecta, por desgracia, a casi todos los partidos del arco parlamentario. Desde el PSOE al PP, pasando por la antigua CIU o el PNV, se han visto involucrados en corrupciones que han llegado a los tribunales de Justicia. Todo parece indicar que los casos juzgados y sentenciados solo suponen la punta de un iceberg cuya envergadura real es ignota y profunda. Desde los escándalos de Filesa y los ERE andaluces que afectan al PSOE a los del PP con nombres tan familiares y sonoros como Gürtel y Púnica, son decenas las tramas que inducen a pensar en la corrupción como algo estructural de la actividad política en España.
Con ser grave esta lacra, existe otra corrupción de índole institucional que pone en peligro la salud democrática de un país. En efecto, la corrupción política abarca no solo los actos deshonestos o delictivos cometidos por funcionarios y autoridades públicas que abusan de su poder para enriquecerse ellos o su entorno, sino que también es extensible a las instituciones cuando son utilizadas con fines espurios o contrarios a su cometido constitucional y democrático. Las instituciones se corrompen cuando son instrumentalizadas de manera indebida o ilícita en provecho político de sus gestores. Por ejemplo, impedir o menoscabar las funciones legislativas o de control del Parlamento es una clara muestra de corrupción institucional. También lo es el apropiarse de manera partidista de los aparatos de Estado, como la Fiscalía o la Abogacía del Estado.
En la pugna política española se cruzan, a menudo, las descalificaciones por pasadas o actuales corruptelas económicas que se utilizan para desautorizar al adversario político. Es esta una inveterada costumbre que consiste en la estúpida argumentación del ‘y tú más’ que se esgrime como pueril argumento, que denota la corrupción estructural de nuestra escena política. La palabra ‘corrupción’ se suele emplear de manera unívoca refiriéndose a los casos de fraude, desfalco o enriquecimiento ilícito, sin reparar en la corrupción de las instituciones mediante la prevaricación y el uso indebido, que se halla en el origen de la degradación democrática que España padece.
Pedro Sánchez alcanzó el poder mediante la moción de censura del 1 de Junio de 2018, en la que esgrimió el argumento de la corrupción política del PP con ocasión de una sentencia condenatoria de los tribunales en el ‘caso Gürtel’. Aquel argumento que le valió de catapulta para llegar a la Moncloa no ha cesado de ser utilizado para deslegitimar al PP e, incluso, criminalizarlo.
Cuatro años más tarde, el presidente Sánchez repite de manera recurrente la acusación de partido corrupto al PP sin reparar en las múltiples sentencias condenatorias que incumben al PSOE. Pero con ser grave el barrizal en el que ha convertido la escena política española, en virtud de la deslegitimación del adversario, es todavía peor la corrupción institucional que el sanchismo está practicando al convertir las instituciones democráticas en meras oportunidades para afianzar su poder y erigirse en único protagonista de los designios políticos que hipotecan el futuro de España. La autocracia es una ambición ilegítima y tóxica en quien olvida que su poder es tan solo un usufructo temporal.
Tras cuatro años de Gobierno sanchista, es una evidencia el sesgo autocrático de algunos comportamientos del actual inquilino de la Moncloa. La última y más desafortunada de las actuaciones ha consistido en el giro de la política exterior española, que ha entregado el Sáhara al régimen iliberal de Mohamed VI, burlando el mandato de la ONU y granjeándose la enemistad de Argelia.
Refiriéndose al secretario general del PSOE, el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, ha declarado que en su partido «manda uno» y los demás son «monaguillos». Ser el único es el prurito del autócrata por antonomasia, pero cuando los demás se convierten en meros monaguillos o incluso en «estorbo» (Sánchez dixit) es que ha llegado la hora de poner fin a la involución autocrática en la democracia española.
Por enésima vez, desde Bruselas, la vicepresidenta de la Comisión Vera Jourová acaba de señalar la grave anomalía que supone el colapso del Consejo General del Poder Judicial. Dejar que se pudra una institución tan relevante como el CGPJ es el mejor ejemplo de la gravedad que reviste esa otra corrupción que está afectando a la calidad de nuestra democracia. La inquina que preside las relaciones del Gobierno de Sánchez con la Judicatura, debe dejar paso a la renovación del CGPJ por los mismos jueces. Sería un primer paso en la buena dirección.
La división de poderes es el antídoto contra la autocracia sobrevenida.