Gregorio Morán-Vozpópuli
- Una avería en nuestro trabajo cotidiano se convierte en un problema, el de enfrentarse a una máquina idiota
No te mata, pero te enferma. Esa es la diferencia en el trazado de los dos castigos que estamos sufriendo. Con razón, nos volcamos en el aislamiento del coronavirus mientras apenas dedicamos una línea a esta otra pandemia que nos afecta como sociedad de una manera flagrante: la incompetencia. Porque la primera es dominante y cubre de un velo de impunidad el castigo a que nos somete esa otra. El recurso al virus nos intimida para que no denunciemos que ahora más que nunca la responsabilidad, individual o colectiva, es la medida de nuestro grado de civilización.
Si tiene usted una avería de algo tan simple como un teléfono, una fuga de agua, una reclamación por impago, no digamos ya una consulta sobre tal o cual cosa, prepárese para escuchar la letanía. O no tiene respuesta en aparatos mudos, o son los mismos robots quienes le advierten de que no podrá ser atendida su demanda… por la pandemia. Es el recurso de la irresponsabilidad que agrava la incompetencia. Nos hemos alejado tanto de la realidad que admitimos una sociedad donde nadie parece hacerse cargo de nada. Como si el teletrabajo, ese mirlo blanco que nos va a traer un mundo limpio, eficaz y atento, se hubiera diluido en jirones del pasado. Al final resulta una mezcla del “vuelva usted mañana” del gran Larra, devenido en avispado futurólogo, con una tecnología sin retroceso. Usted requiere algo, pero nadie con cara y ojos asume la responsabilidad de su demanda. Se pierde en las redes y nadie lo buscará nunca; ni usted mismo, si osara intentarlo, sabría cómo.
Nos hemos adentrado en la galaxia de las altas tecnologías más forzados por la victimización de la covid-19 que por las necesidades del desarrollo económico y, como suele ocurrir con los primitivos que se civilizan a marchas forzadas, entramos en el reino de los profetas, tecnológicos en este caso. Los niños enseñarán al mundo de los mayores que los videojuegos constituían una asignatura universal para manejarse por la economía, la cultura y la estupidez humana.
Una avería en nuestro trabajo cotidiano se convierte en un problema, el de enfrentarse a una máquina idiota. No le dimos la importancia que se debía a esa siniestra estafa que se denomina “obsolescencia programada”, o lo que es lo mismo: calcular el tiempo en el que nuestro producto se estropeará y habrá que comprar otro, a ser posible de la misma marca, para así empecinarnos en nuestra cerrazón de compradores irreductibles.
La tecnología es una ventana estratégica para la manipulación de electores, más limpia e impoluta que los viejos métodos de comprar electores
Ahora estamos en los albores del teletrabajo masivo y si los profetas de las nuevas tecnologías nos lo permiten habrá que ir pensando las consecuencias y las obligaciones que resultan. Un teletrabajo irresponsable o indolente o mal pagado, es incompatible con la honestidad profesional, porque a diferencia de las tareas de la vieja industria aquí es más fácil la argucia, el escaqueo, la indolencia. Exige más responsabilidad individual y eso no se genera con campañas publicitarias: es algo vinculado a la cultura en su sentido más amplio, que está muy lejos del desdén con el que se participa en un videojuego.
Detengámonos en la vida política. La tecnología es una ventana estratégica para la manipulación de electores, más limpia e impoluta que los viejos métodos de comprar electores o apañar un montón de papeletas y meterlas en la urna. Quizá lo primero y posiblemente lo único que ha aprendido la clase política es cómo utilizar lo que ellos llaman “redes” para pescar a todo incauto que se quede mirando los espejuelos del mar. De ahí que haya sobresaturación de exhibicionismo. Ejercen de influencers para vender doctrina en forma de grageas tan vomitivas que incendian el estómago. Cada político, con cargo o sólo con ambición, mantiene un equipo de promoción que está al tanto de cualquier estupidez donde pueda meter cuchara. Nadie se sustrae al embrujo de esos miles de seguidores que del mismo modo que podrían comprar productos de aseo se extasían ante la agudeza del currinche de turno que ha dado con el titular más sonoro para que lo manosee el jefe.
Como la pandemia y paralela a ella, las altas tecnologías para analfabetos han llegado para quedarse. La primera mata, pero no frivolicemos sobre el carácter letal de esta otra epidemia que convierte a los móviles en enciclopedias y los manidos diálogos telefónicos en discursos ya repetidos, como si volviéramos a escuchar los escuetos monólogos de “Esperando a Godot”. Sin demasiada trascendencia se ha producido como por ensalmo una transmutación de valores. No parecen como las del siglo XX un peligro para nadie; es cierto que aumentarán la inestabilidad mental, las querencias obsesivas, pero los psiquiátricos son casas de vecinos desde que aquel grupo de médicos italianos desvinculó las curaciones de las hospitalizaciones, allá por los años sesenta, y llegaron a la conclusión de que locos estamos todos, e incluso algunos convierten sus locuras en deseos colectivos.
La liquidación forzosa del pequeño comercio al que la pandemia del virus ha venido a dar el descabello dejará una estela que algunos no veremos pero que sufrirán generaciones futuras. Tendrán que leer a Galdós y a Balzac para saber lo que era un tendero, sus ventajas y sus límites. No es que se trate de una nueva generación, creo que es más profundo que eso: estamos ante otra época y tengo mis serias dudas de si leer a Galdós o a Balzac no se habrá convertido en algo como las sociedades filatélicas; gentes que se intercambian estampillas de otro tiempo y disfrutan mirándolas, releyéndolas o charlando con colegas de similares inclinaciones.
No se trata de lamentarse y llorar por lo que se va perdiendo. Era inevitable; se acabaron las echadoras de cartas sobre el destino, desconozco si todavía siguen encandilando a los celosos y a los obsesos por su inmediato futuro. Las épocas terminan y apenas si nos damos cuenta cuando ya estamos en otra; a lo más que llegamos es a vivir una. Pensar que el implacable Julio César hacía mirar los hígados de las aves para iniciar o retrasar una batalla, que Napoleón tenía en mucho la suerte por encima del talento, que el gran Pushkin se libró de ser detenido con los insurrectos “decembristas” porque se le cruzó, dice la leyenda, una liebre en el camino y se volvió a casa… Nosotros nos enfrentamos a demasiadas argucias del destino para abordarlas todas. Con una pandemia mortal y otra social no nos queda más que la vista para observarlo todo, porque aprender, eso sí que no sabemos.