Juan Carlos Girauta-ABC
- «Hay mucho que preguntar, mucho que investigar y todavía más que juzgar cuando el país de los severísimos recortes de Tsipras, donde la Sanidad sufrió un tijeretazo sin parangón, o nuestro vecino y hermano peninsular, nos pasan la mano por la cara. Algo harían ellos que España no hizo»
Cuando escribo estas líneas hay 128 muertos por Covid-19 en Grecia, con casi once millones de habitantes. En Portugal han fallecido 854 afectados, con una población de algo más de diez millones. En España, las víctimas mortales ascienden a 22.224, sobre cuarenta y siete millones de almas. Esa es la cifra oficial. La realidad es peor. A quien desee conocerla le basta con aplicar la sencilla operación que aquí apuntó Joaquín Leguina: compárese el número de muertes con las del año pasado para el mismo período relevante.
Aun dando por bueno el incorrecto conteo oficial, las cifras son desoladoras. Deberíamos compararnos con Alemania o Corea del Sur, pero hagámoslo con Grecia y Portugal para intuir las dimensiones del fracaso denuestro Gobierno y de sus expertos.
Seguimos siendo el país con la ratio más alta de muertes por habitante, y eso pesa y pesará, hasta que conozcamos toda la verdad, sobre el Ejecutivo socialcomunista como un interrogante de plomo. O plata. Sí, la plata podría acabar explicando algunas dilaciones. Cuando se escoge a empresas fantasma o a sociedades dudosas para surtir a la población de mascarillas y test, todo llega tarde, mal y nunca.
Así que vengan lupas, contra toda censura, sobre la plata de la corrupción crónica. Y vengan evaluaciones rigurosas, que llegarán pese a quien pese, sobre el plomo en las alas de gestores incapaces, eruditos a la violeta y ministros propagandistas que buscan una vacuna antifascista al Covid-19.
Hay mucho que preguntar, mucho que investigar y todavía más que juzgar cuando el país de los severísimos recortes de Tsipras, donde la Sanidad sufrió un tijeretazo sin parangón, o nuestro vecino y hermano peninsular, nos pasan la mano por la cara. Algo harían ellos que España no hizo. En algo se anticiparían, de algún modo preverían lo que aquí se dejó pasar porque había que celebrar el Día Internacional de la Mujer y, como Calvo dixit, nos iba la vida. Vaya si nos iba.
La podemia y la PSOE siguen profesando una fe sorprendente en la fijación oficial de precios, que es una forma de superstición especialmente nociva y estúpida. Sabemos que la superstición vive de espaldas a la evidencia, que ignora lo fáctico. Pero esta superstición en concreto tiene el curioso rasgo de poder ser demostrada: se puede probar, en efecto, que la fijación de precios siempre consigue lo contrario a lo que se propone. Aunque, como es natural, a la izquierda solo se la puede juzgar por sus mejores intenciones. Si no, no sería izquierda. A tal extremo de pobreza conceptual ha llegado esa categoría. Lo repetiré: ser de izquierdas consiste en que se te juzgue por tus buenas intenciones. Y ya.
Viene a cuento la paraciencia fijaprecios porque, con el gobierno Sánchez, hasta Rumanía nos da lecciones. Es de ver y no creer. La misteriosa Rumanía que conocí en la era Ceaucescu, siniestra como un relato de terror, exhibe hoy supermercados con estanterías desbordantes de gel y mascarillas. Allí mismo donde visité, en el año ochenta y seis, unos grandes almacenes capitalinos con todos los departamentos vacíos. Todos los departamentos de todos los pisos, salvo uno, con centenares de grandes despertadores verdes, como en una pesadilla. El absoluto desabastecimiento que logró el comunismo rumano no era óbice para que los dependientes cumplieran su jornada y su papel, firmes durante horas junto a los mostradores, callados, inmutables.
Nicolae y Elena Ceaucescu acabaron sus días fusilados contra un muro, como todo el mundo sabe. Algunos de sus recientes súbditos demostraron con la pareja la misma premura que ella había concedido al prójimo durante casi un cuarto de siglo. Un juicio igual de bufo y con las mismas garantías: ninguna. Y Ceaucescu, el amigo y benefactor de Carrillo, el hombre cuyo rostro cubría rigurosos y enormes edificios, era el que iba por libre en el bloque del Este.
Asimismo visité, con una curiosidad morbosa que a la postre resultó de lo más instructiva, otros escenarios desolados, petrificados e incomprensibles del comunismo. Lugares donde el tiempo se había detenido. Conocí la Bulgaria de Zhivkov, que mandó durante cuarenta y cinco años. También allá reinaban la nada, el miedo y el partido único. Bueno, al menos en Sofia quedaba un elegante café de estilo vienés, cerca de las embajadas. En Bucarest, ni eso. Años antes había sido testigo de algo sorprendente y esperanzador: en la gélida Varsovia previa a Solidarnosc aplaudían a los curas por la calle. En la Plaza Roja, vacía e imponente en la noche moscovita, asistí a un solemne cambio de guardia frente al mausoleo de Lenin. Era la época de Brézhnev, y yo el único espectador.
Todos aquellos contactos con el absurdo han regresado a mi recuerdo con una nitidez que presiento significativa. Acaso porque constituyen lo más parecido que haya conocido a este confinamiento que guardamos obedientes. Me alegro por la vida recuperada en los países excomunistas de Europa. Hoy disfrutan felizmente de las ventajas del capitalismo, del libre mercado y de su pertenencia a una Unión Europea que atempera inclinaciones anti liberales.
Ellos disponen de una vacuna no menos vital que la del Covid-19: saben exactamente lo que cabe esperar de aquellos sistemas que fijan los precios, imponen la censura, carecen de Justicia independiente, practican el culto al líder o utilizan una sola fuente de información (oficial, por supuesto).
Aprovechando el equivalente a un arresto domiciliario de toda la población española, un trasnochado gobierno autoritario, ineficaz, opaco y con débil apoyo parlamentario juguetea con un conflicto institucional tras otro. Cuestiona al Rey y, con él, la organización del Estado. Utiliza de forma espuria la Justicia contra partidos políticos y contra críticos mientras abomina en público de las sentencias -y de los jueces- que no son de su agrado. También ha comprometido el prestigio de la Guardia Civil. Bajo el dudoso manto legal del estado de alarma avanzan el ideario y el estilo totalitarios de Podemos con el beneplácito de un presidente sin empatía, corbata roja, cuyo único objetivo parece ser que no le relacionen con el luto. Y no estamos vacunados.