La naturaleza conservadora y regresiva del nacionalismo se encarna al conferir un rango de sacralidad a determinados elementos que se vuelven incuestionables porque las interpretaciones se nutren de imágenes míticas y de la tradición.
El nacionalismo vasco ha presentado desde su fundación a finales del siglo XIX distintas formulaciones político-ideológicas articuladas en torno a elementos que, como raza, lengua, pueblo o nación, han ido variando en peso y significación. Sin embargo, en el tránsito que va de las propuestas explícitamente racistas de Sabino Arana a las actuales que resaltan la existencia del ‘pueblo de una nación’ con derecho a la autodeterminación, el núcleo del discurso nacionalista ha permanecido inalterado, construyéndose en torno a la creencia en una genuina comunidad que comparte un conjunto de visiones sobre sí misma, que la dotan de una identidad colectiva específica.
Los fundamentos sagrados
El logro básico del primer nacionalismo fue la construcción de un ‘nosotros’ levantado con los materiales de la raza, la lengua y la tradición, y el espejo ustorio que Sabino Arana utilizó para amalgamarlos fue la imagen de Dios: ‘Gu Euzkadirentzat ta Euzkadi Jaungoikoarentzat’: GETEJ (‘Nosotros para Euzkadi y Euzkadi para Dios’). Jaungoikoa se constituyó así en el imaginario utilizado como fuerza de legitimación del pueblo elegido, como catalizador de una comunidad también imaginada que se construía frente al maketo invasor: «¿Qué ven / mis ojos? / Todo lo veo / perdido: / heredad, bosque, / monte y muralla / ciudad / aldea / y lo demás /. / He aquí que el maketo / recién llegado / todo lo ha destruido./ Prefiero morir / antes que ver / el fin / de la Patria». (‘Obras Completas de Sabino Arana’, 1965, pp. 2405-2406). En el primer nacionalismo, la comunidad imaginada y por construir (Euzkadi) tomó su fuerza de Dios. La fundación de esa identidad social y política tuvo lugar sobre un trasfondo metafísico y religioso que, traspasando lo humano, alcanzaba a Dios. Así, en una carta que Joala le envía a Kizkitza en 1903, dice de Sabino Arana lo siguiente: «Él fue, él es y él será y ningún otro el verbo nacionalista hecho carne (…) El nacionalismo es, pues, en él, su propia naturaleza; él es nacionalismo y el nacionalismo es él. Vino al mundo a enseñárnoslo a los vascos para redimirles de la esclavitud del latino, al modo que Jesús vino a redimir a todos los humanos de la esclavitud del mal. Es, pues, un Jesús vasco». (Javier Corcuera y Yolanda Oribe, ‘Historia del nacionalismo vasco en sus documentos’, 1991, t. 3, p. 338)
Posteriormente, hacia 1960 los elementos más insostenibles de esta construcción identitaria, como por ejemplo la raza, fueron soterrados o eliminados, ocupando el primer plano el llamado ‘pueblo de la nación’. Así, en la ponencia política aprobada recientemente por el PNV puede leerse que, «a caballo entre dos Estados y dividido por tres realidades jurídico-administrativas existe un pueblo, el Pueblo Vasco (…) Por encima de las instituciones políticas y de las normas legales actualmente imperantes, los hombres y las mujeres de Euskal Herria sienten pertenecer a un mismo pueblo, al Pueblo Vasco. Porque, más allá de los decretos y normas constitucionales, los ciudadanos de los siete territorios comparten profundas raíces históricas, sociales, culturales y lingüísticas» (EAJ-PNV, Ponencia Política, 2004, pág. 14).
Por otro lado, es sabido que la función de la religión consiste en proporcionar sentido a lo que se muestra como contingente, paradójico o contradictorio. La religión trata de explicar por qué las cosas suceden como suceden, trata de poner orden en el caos. Para ello, establece la distinción binaria entre lo que es y no es observable, entre lo inmanente y lo trascendente, entre lo sagrado y lo profano. Según Mircea Eliade, existen dos modalidades básicas de experiencia, dos modos de ser y estar en el mundo: la sagrada y la profana. Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo: existen zonas sagradas, fuertes y significativas, imbuidas de densidad simbólica; y otras, amorfas y profanas, carentes de trascendencia. Junto con el espacio, también existe un tiempo sagrado, un tiempo que nos conduce siempre y de modo recurrente a un pasado mítico que se reintegra en el presente mediante la tradición y los ritos. Mientras el hombre irreligioso vive en el tiempo profano, el religioso se niega a vivir tan sólo el presente histórico y de un modo recurrente apela al pasado, cargando el presente de tradición y mito.
La cuestión es que desde esta perspectiva, el nacionalismo se interpreta como una suerte de religión política, con sus sacerdotes y su liturgia, su palabra sagrada y su comunidad de creyentes: el ‘pueblo de la nación’, ser orgánico, colectivo, dueño de su destino y encaminado hacia la emancipación. Y es que el nacionalismo, al igual que la religión, transforma el espacio, el tiempo y la comunidad, volviéndolos sagrados. Lo santo irrumpe a través de una ruptura de niveles: cielo, tierra e infierno. Del cielo a Euzkadi y de éste a los patriotas que, en los orígenes, se comunicaban con lo sagrado a través de un ‘axis mundi’, el venerado roble de Gernika. Por medio de este cauce reservado de relación con lo santo, se establece la religación con lo sagrado, que es poder y fuerza que sustrae al hombre y al mundo de un devenir incierto y llena de significado su existencia. Es pues así como el nacionalismo construye sus fuentes sagradas de producción de sentido y de legitimación de la realidad.
El reencantamiento nacionalista
Sin embargo, la cuestión que ahora me interesa señalar es que, paradójicamente, la modernización de la sociedad occidental se desarrolló por unos cauces de erosión y de desencantamiento de imágenes religioso-metafísicas y de elementos sagrados que de nuevo las ideologías nacionalistas tratan de reconstruir.
En efecto, Weber entendió la modernización ‘qua’ racionalización caracterizada por el proceso de ‘desencantamiento’ de las imágenes religioso-metafísicas del mundo y por la comprensión descentrada del mismo. Esto significó la diferenciación de dos sistemas culturales de acción (economía y Estado moderno) y de tres esferas culturales de valor (ciencia, moral y arte). Por su parte, Habermas basándose en las aportaciones de Durkheim, interpreta este mismo proceso de racionalización como «lingüistización de lo sacro». Es decir, que, para este autor, la progresiva disolución del núcleo sacro del orden social es lo que provoca la transición desde un orden sustentado en imágenes mítico-religiosas y en la autoridad de lo sagrado a otro apoyado en el consenso comunicativamente alcanzado. Como señala Habermas: «A medida que el consenso religioso básico se disuelve y el poder del Estado pierde su respaldo sacro, la unidad del colectivo sólo puede ya establecerse y mantenerse como unidad de una comunidad de comunicación, es decir, mediante un consenso alcanzado comunicativamente en el seno de la opinión pública política (…). La evolución de los Estados modernos se caracteriza porque éstos, abandonando los fundamentos sacros de la legitimación, pasan a asentarse sobre la base de una voluntad general formada comunicativamente y discursivamente ilustrada». Cuando la religión pierde su función de donadora universal de sentido, la comunidad de fe religiosa se convierte en una comunidad de comunicación y la integración de cuño religioso se resquebraja, de tal suerte que el entendimiento ya no queda sacrificado a los pies de la religión: ‘Credo non quod, sed quia absurdum’. En estas circunstancias, el lenguaje sirve para la transmisión de conocimientos y se convierte en la fuente principal de integración social. De igual modo, la formación de la conciencia colectiva, esto es, la estructura de la identidad grupal, se constituye desplazando el saber sacro por un saber basado en razones, es decir, sustituyendo los fundamentos sagrados por otros basados en el potencial de racionalidad que atesora el habla.
Con este giro, diremos que actúa racionalmente sólo aquél que es capaz de responder de sus actos. Normalmente, en nuestros comunicaciones, si queremos que ellas prosigan con el fin de alcanzar acuerdos y si no apelamos a la fuerza o a la tradición, entablamos diferentes pretensiones de validez que deben ser satisfechas: pretensión de ‘verdad’ respecto a lo que decimos, de ‘rectitud’ en relación con valores y normas del mundo social, y por último, de ‘autenticidad’ respecto a nuestros pensamientos y convicciones internas. De lo contrario, es decir, si alguna de las pretensiones de validez es cuestionada, la comunicación queda suspendida hasta que la pretensión puesta en duda quede totalmente argumentada y clarificada. Por esto dice Habermas que «los debates son como lavadoras, que filtran lo que es racionalmente aceptable para todo el mundo. Separan las creencias cuestionadas e inválidas de aquéllas que, por el momento, obtienen licencia para recuperar el estatus de conocimiento no problemático».
En consecuencia, cuanto más arraigadas estén en una sociedad las imágenes mítico-religiosas del mundo y las tradiciones culturales acríticas tengan más peso, más se encontrará, como diría Wittgenstein, el lenguaje de «holganza». Es decir, en lugar de una integración social a través de acciones comunicativas que activan determinadas pretensiones de validez que deben ser satisfechas mediante razones, tiene lugar una integración por medio de la fe, en la que son el mito y la tradición los que dictan qué pretensiones de validez, cuándo, dónde, en relación con qué, por quién y frente a quién tienen que ser aceptadas. A mi juicio, aquí es donde se encarna la naturaleza conservadora y regresiva del nacionalismo, al conferir un rango de sacralidad a determinados elementos que se vuelven incuestionables porque las interpretaciones se nutren de imágenes míticas y de la tradición. Esto hace que las personas se vean exoneradas de las laboriosas tareas de interpretación racional y las sustituyan por visiones pre-dadas de la realidad.
Iñaki Unzueta, profesor de Sociología de la UPV. EL CORREO, 24/9/2004