Ignacio Camacho-ABC
- Por qué van a asumir una derrota si nadie se la reclama, si el Gobierno está más ansioso que ellos por pasar página
Arnaldo Otegi fue primero un terrorista en activo, luego un terrorista en comisión de servicio y ahora es un terrorista mal arrepentido. Su supuesta expresión de arrepentimiento llega demasiado tarde -una década, como mínimo-, sin condenar la violencia y sin petición de perdón, que de todas maneras muchos no le íbamos a conceder pero habría sido un detalle honorable pedirlo. Y llega además cuando la autonomía vasca acaba de asumir las competencias penitenciarias y está en condiciones de aplicar medidas de alivio penal y progresión de grado a los presos etarras, por lo que el asunto huele a cumplimiento de una condición pactada. Además de a retórica ficticia porque si de veras quiere «mitigar» el sufrimiento de las víctimas podría empezar por no afligirlas con esos homenajes a los asesinos que tanto contribuyen a mantener abiertas las heridas. Y por supuesto colaborar con la justicia para esclarecer los más de trescientos asesinatos que continúan sin autoría conocida. Sin esos requisitos carece de valor su amago de autocrítica.
Sucede que esta gente no da más de sí porque carece de humanidad y no hay en su torva naturaleza nada que se parezca a una compasión sincera. La condolencia forma parte de una liturgia forzada y por tanto hueca. Toda la declaración está envuelta en la prosa farisea típica del lenguaje de ETA. Algunos términos del comunicado leído ayer con una convicción muy mejorable coinciden de forma literal con el que emitió la banda hace tres años, y es bien probable que ambos hayan salido de la misma mano. Los delata el uso de eufemismos vagos, la elusión de la muerte y el crimen como elementos centrales del dolor causado, el tratamiento del terrorismo como una suerte de hecho abstracto o de consecuencia indeseada de un inevitable «conflicto armado». El tono de equidistancia cínica que socializa el delirio de sangre en un marco de responsabilidad compartida.
Lo que esta semana se conmemora no es el décimo aniversario del fin de ETA sino de los atentados, fruto de un acuerdo en el que los pistoleros dejaron de matar a cambio de la legalización de su proyecto. Otegi y sus compañeros son los albaceas que administran ese testamento que ahora Sánchez, el socialdemócrata, ha incorporado al patrimonio político de su ‘coalición de progreso’. La normalización del posterrorismo exige de sus beneficiarios un cierto esfuerzo, una palinodia siquiera de boquilla, una pátina de disimulo, un envoltorio estético. Pero no parecen dispuestos a ir muy lejos en la colaboración con su propio blanqueo. La contrición, o la simple fe de errores, no les sale de dentro. Y tampoco tienen motivos para considerarla necesaria cuando el Gobierno se muestra más interesado que ellos en pasar página. Por qué van a asumir una derrota si nadie se la reclama, si la memoria del horror no basta para negarles el certificado de limpieza democrática.