José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Su opción de izquierdas es la más radical de Europa y los medios de ese ámbito no le van a dejar moverse del perímetro que él mismo se marcó el 12 de noviembre de 2019 con Iglesias

Apenas ocho días después de que la portavoz del Gobierno afirmase que las declaraciones de un ministro, el de Consumo, Alberto Garzón, se habían proferido a «título personal», la presidencia del Gobierno promulgó un real decreto, el 40/2022 de 12 de enero, modificando la estructura de la Secretaría de Estado de Comunicación y otorgando determinadas atribuciones al adjunto al jefe del Gabinete del presidente, Antonio Hernando. Objetivos: establecer una unidad de coordinación y otra de estrategia para mejorar la “política informativa del Gobierno”. 

Esta apresurada reestructuración orgánica de los servicios de la presidencia era la respuesta urgente y precipitada a los errores tácticos y comunicativos de la crisis cárnica en la que tanto el presidente como los ministros socialistas habían naufragado porque la izquierda mediática —el buen número de medios afines a Podemos, Izquierda Unida, al propio PSOE y a los independentismos de izquierda— se había situado sin recato al lado de Alberto Garzón. 

Estas eran las últimas líneas del editorial del diario ‘El País’ del pasado día 14: “El despropósito continuó con dirigentes del PSOE entrando al trapo y mezclando la polémica política con un asunto que merecía un tratamiento menos oportunista”. El día anterior, este mismo diario —sin duda referente para la izquierda— publicó una amplia entrevista con el ministro de Consumo que arrancaba de primera página. El titular era demoledor: “Si compras el marco de la derecha, estás derrotado”.

La pésima gestión de esta crisis en la coalición coincidió, además, con la encuesta, también de ‘El País’, que la directora del sondeo, Belén Barreiro, sintetizó en el título de su análisis: «Hacerlo bien cayendo mal». La encuesta no recogía los efectos de la trifulca, pero confirmaba que el Ejecutivo desde tiempo atrás se percibe como antipático, desconcertante, emocionalmente gélido y contradictorio, hasta el punto de que un porcentaje singular de consultados considera que trata mejor a los poderosos que a los vulnerables. En otras palabras: ese estudio demoscópico, en medio del cruce de declaraciones sobre las palabras de Garzón, era la confirmación del deterioro de los intangibles del PSOE y de Sánchez. 

¿Por qué padece el Gobierno esta crisis de reputación? Por soberbia (léase el artículo de Nacho Cardero sobre la necesidad de que se vacune contra ella) y por el mal funcionamiento de los servicios de presidencia del Gobierno («Los gatopardos de la Moncloa», del pasado 6 de enero), además y sobre todo, por su alianza con unos socios que también molestan profundamente a una parte de su electorado: el independentismo republicano y los diputados de EH Bildu, no solo por lo que representan sino por cómo se comportan: aquellos reclamando la autodeterminación y la amnistía sin vestigio de recomponer sensatamente lo que protagonizaron en 2017 y estos exhibiendo orgullosamente las credenciales de defensores dialécticos de lo que significó ETA.

Sánchez tendrá otras virtudes, pero no es un hombre con capacidad de conexión emocional con sus auditorios; sus promesas y aseveraciones rotundas se toman a beneficio de inventario; ha dejado de ser creíble, la falta de autocrítica insulta la inteligencia de los ciudadanos (“este Gobierno habla con una sola voz”), no destituye a ningún ministro de Unidas Podemos (¿puede hacerlo?) pero les ningunea personalmente (“lamento la polémica”) o encarga a una imposible portavoz del Gobierno —la sonriente pero sobrepasada ministra Rodríguez— que expanda la pamema de que un ministro habla como un particular en un medio internacional.

Y lo más importante: después de haberse embarcado en una aventura de amago rupturista con los aliados que más la desean, la pléyade mediática de la izquierda sugestionada por las memorias históricas, la dialéctica antifascista, el feminismo contorsionado de los morados, el gasto público expansivo, la cancelación, la confraternización con los radicalismos, ya no le permite que pretenda volver a socialdemocracias centradas y transversales, ni que priorice la “recuperación económica” sobre los logros progresistas, ni que considere a la CEOE como cancerbero del acuerdo sobre la reforma de la reforma laboral, entre otras cosas. Su opción de izquierdas es la más radical de Europa y los medios que se instalan en ese ámbito, radicalizados a su vez por el propio Gobierno, no le van a dejar moverse del perímetro que Sánchez se marcó el 12 de noviembre de 2019 con Pablo Iglesias.

Lo que ha ocurrido con la crisis de las declaraciones de Garzón ha sido el aviso de que el líder socialista ha contraído un compromiso con la mesa de diálogo de ERC, con Joan Subirats, votante del 1-O, como ministro y lo que eso significa, con los pactos con EH Bildu (presupuesto y derogación de la reforma laboral), con el PNV y las transferencias acordadas del IMV, en definitiva, con la heterodoxia que “asalta los cielos” frente a los convencionalismos socialdemócratas que modeló Felipe González en línea con los europeos. Y que su pacto con UP marca un punto de no retorno que incluye desde el lenguaje inclusivo a la ley trans de Irene Montero. 

Garzón ha sido solo el pretexto —el personaje no deja de ser menor— para justificar la somanta de palos mediáticos que le han caído al presidente y al PSOE. Y no se debe solo a la crisis que provocó el coordinador de Izquierda Unida, sino al desembalse de una enorme desconfianza hacia un Gobierno que hoy resta beneficios a las eléctricas y luego se los repone, que hoy afirma que derogará la reforma laboral y luego la mantiene, que hoy asegura que cambiará en el Código Penal la sedición y la rebelión y que luego de eso nada, que no consigue la renovación del CGPJ y crea un problema de la misma entidad al bloquear su funcionamiento, que llega a un bochornoso acuerdo con el PP para proveer cuatro plazas en el Constitucional… y que, en fin, va a perder las elecciones de Castilla y León en términos parecidos al 4-M madrileño y que perderá las andaluzas. Mientras, se suceden sus vaticinios sobre el fin de una pandemia desoladoramente gestionada.

Todo sucede, además, sin relato, sin comunicación, sin interlocución con los medios que desde posiciones más templadas podrían comprender la pretensión presidencial de resituarse, con la televisión y la radio públicas desatendidas, sin transparencia sobre los fondos europeos cuyo decreto ley se convalidó por la abstención de Vox, reclamando a la oposición “arrimar el hombro” sin dirigirle la palabra y, por último, aunque no lo último, contrayendo la enorme responsabilidad de engordar a Vox, que es lo que desea la izquierda más radical para que la confrontación sea total. Y lo está consiguiendo. 

El izquierdismo más acrisolado en los medios disciplina a Sánchez con una severidad a la que él se ha hecho acreedor. Y eso no se arregla encargándoles a Antonio Hernando y a Francesc Vallès en la Moncloa una unidad de estrategia y otra de coordinación, respectivamente. La lógica que se le demanda por los medios de izquierda es obvia: que aplique a Garzón —y a la izquierda a su izquierda— el mismo taimado comportamiento del que ha hecho gala desde que llegó a la Moncloa para obtener el gran objetivo que sus políticas sugieren: la ruptura. Ya dijo Pere Aragonès en Madrid que “difícilmente habrá otra oportunidad”.