El cineasta Bertolucci iniciaba su particular Novecento con la escena arrebatadora de un enano disfrazado que corre entre los campos para llevar la noticia que en enero de 1901 cerraba un siglo, “¡Verdi ha muerto!”. Ningún director de cine se atreverá a hacer algo similar con Silvio Berlusconi, que impregnó la política, la cultura y las tendencias sociales de nuestro XXI. Merecería una reflexión este paralelo tan alucinante como distópico. Ambos murieron en Milán. Enterrado con honores de Estado, con las banderas a media asta y las más altas instituciones mostrándolo ante la ciudadanía del mundo como el político más influyente y carismático que cruzó los dos siglos. Quizá sea cierto, pero antes que cualquier elogio o sarcasmo tendremos que responder al dilema más obvio: cómo fue posible que el hombre que ascendió a primer ministro en tres ocasiones, tras la quiebra de los partidos políticos barridos por la corrupción, saliera elegido como lo más novedoso y limpio, tratándose de un “delincuente natural”, según sentencia de los altos tribunales.
¿Cómo se explican las paradojas? Dejarían de ser paradojas. Vivamos en una sociedad donde lo líquido ha inundado nuestra cabeza y nos basta con aprender a nadar entre los fantasmas que no podemos quitarnos de encima. Silvio Berlusconi no era un corrupto sino un sistema de corrupción basado en saltarse las leyes del propio sistema. Una vida sin masters. Qué ridículos resultan los currículos promocionales de tanto aspirante a la gloria política frente a un tipo como Silvio, un buscavidas, que lo consiguió todo empezando por el final: representar a una sociedad harta de corruptelas que escoge al tipo más vulgar y avispado entre la delincuencia organizada.
Su padre, ni siquiera banquero. Un empleado de la Banca Rasini en Milán, que por esas casualidades del destino (buscado) se dedicaba a blanquear dinero mafioso (el banco, no necesariamente el empleado). El futuro debía pintar tan mal que el muchacho Silvio se apuntó a cantante de crucero (hoy se dice crooner) -formaba dúo con un guitarrista de ocasión, Fedele Confalonieri (espónsor ahora de Forza Italia y presidente del emporio de la comunicación Mediaset). Ahí aprendió maneras: atraer al público holgado y ligar con todo la que se pusiera a su alcance. (Ya casi nadie recuerda un filme legendario de Dino Risi, La escapada (1962), con Vittorio Gassman y Jean-Louis Trigtignant en una lección de estilo de vida). Berlusconi ya estaba ahí con la construcción y el secreto mejor guardado, cómo apañar los primeros millones.
Lo que viene después entre brumas de hagiógrafos es sabido. El Partido Socialista de Bettino Craxi (en España tanto Alfonso Guerra como Ernest Lluch lo consideraban el depositario de la socialdemocracia del futuro; se lo oí a ellos) ejercía el poder omnímodo en Lombardía y el constructor ansioso y condescendiente no era otro que Silvio. De rey del ladrillo fino a magnate de los medios de comunicación pasando por el espectacular embudo del fútbol. El empezó con la lección aprendida, primero un equipo que llegara a campeón, el Milán, lo de meterse a político vino luego. Quien controla potentes medios de comunicación y las ligas del fútbol considera los grupos políticos con una mirada deferente. Se sale al campo para ganar no para hacer teoría sobre el achique de espacios. (Florentino Pérez lo intentó en España como cabeza de lista del Partido Reformista de Roca Junyent, pero fracasó porque entonces sólo era Pérez y no Florentino, y a mayor abundamiento no tenía el master de crooner; otro mundo, otro país).
La invención del término “populismo” es una especie de astracanada que inventó el gremio académico de la Ciencia Política y que parece ser la panacea semántica a la que recurrimos por falta de mayor dedicación y talento
Bettino Craxi salió por pies a su mansión de Túnez para huir de la justicia y entró Berlusconi. En 1993 crea Forza Italia, un eslogan futbolero para un partido que aspira a la copa y la consigue al año siguiente. La victoria electoral de 1994 lo convirtió en el líder por antonomasia. Forma gobiernos y hace prácticamente lo que le da la real gana. La invención del término “populismo” es una especie de astracanada que inventó el gremio académico de la Ciencia Política y que parece ser la panacea semántica a la que recurrimos por falta de mayor dedicación y talento. Volvemos a tropezar en la charca de lo líquido, tan poco definitorio y muy cómodo de manejo. Decir que Trump, Chávez, Maduro y Perón pertenecen al mundo populista es una manera de salvarnos de nuestra inanidad analítica. Cada populista es un mundo porque el universo lo forma la humanidad que les consiente hacerse con el poder. Trasladando la responsabilidad a los jefes populistas nos olvidamos de las sociedades que los sostienen. “Sólo Napoleón ha hecho más cosas que yo”, decía Silvio y se lo creía, tanto él como los suyos.
En su irresistible carrera de delincuente sólo fue condenado en firme por una ocultación a la Hacienda Pública. No se olviden, lo mismo le pasó a Al Capone, y el común hace chistes sobre el talento sórdido de los criminales. No hay pruebas sólo evidencias, y las evidencias apenas pesan en el Código Penal aplicado a los grandes malhechores. Luego estaban sus inclinaciones. Le gustaban las putas de lujo y a ser posible adolescentes. Arrasó en los medios de comunicación y su público lo jaleaba frente a unos adversarios convertidos en mendicantes de las apariencias. Se pasó por el forro las convenciones de la Laica Inquisición, más desvergonzada aún que la Santa. Cuando se pierde el horizonte político nacen grupos cuya única opción de futuro está en convertirse en perversos profetas. Cristiano viejo en costumbres, masón en la intimidad de la P2.
Pero el baile siguió, lo llamaban bunga-bunga y tenía tantos adictos como forofostiffosi. El fútbol del XXI es la nueva ideología de sustitución
Silvio no hizo mangas y capirotes con los besos a la mafia, como Andreotti. Él la metió en casa. A Vittorio Mancano, un asesino profesional de la Cosa Nostra le hizo ocuparse de sus caballos y a Marcello Dell´Utri, condenado por blanqueador, ambos sicilianos, los puso en nómina. Como estafador compulsivo llegó un momento que hizo saltar la banca, literalmente, cuando la prima de riesgo de Italia subió a 574. Sucedió en 2011 y en noviembre hubo de dimitir. Pero el baile siguió, lo llamaban bunga-bunga y tenía tantos adictos como forofos tiffosi. El fútbol del XXI es la nueva ideología de sustitución.
Quien fuera su virrey en España, el ideólogo arrogante que nunca escribirá un libro, Paolo Vasile, lo definió para el bronce: “la izquierda utiliza a la multitud, Silvio la amaba”. Me quedo con la sentencia del cada vez más ninguneado Roberto Saviano: “La santificación política de Berlusconi es una vergüenza democrática y un insulto a la verdad”. Quizá pronto surjan berlusconistas de derechas y de izquierdas. Pasó con Perón y nadie se sorprende.