ABC-IGNACIO CAMACHO
El error de Rivera fue abandonar un espacio ecléctico que en su legítima ambición consideraba demasiado estrecho
POCAS oportunidades tendrá un político de justificar el incumplimiento de una promesa como la que se le presenta en estos días a Albert Rivera. El líder centrista podría ser, si quisiera, el hombre que hiciese posible en España un Gobierno moderado de centro-izquierda, la inclinación ideológica por la que su partido mostró vocación primigenia. Un eventual pacto con Pedro Sánchez, de investidura o, como el frustrado de 2016, para la legislatura entera, rescataría a los españoles de una casi segura alianza del PSOE con extremistas antisistema, impediría subidas fiscales contraproducentes para la clase media, frenaría la probable entrega al separatismo catalán de nuevas concesiones y competencias y contaría con el beneplácito indiscutible de la Unión Europea. Sin embargo, tal acuerdo no va a producirse porque supone un choque frontal con la estrategia que el líder de Cs ha trazado para tratar de erigirse en el principal referente de la derecha. Una derecha que, en términos económicos, sociales e institucionales se verá objetiva y contradictoriamente perjudicada por esta especie de
noesnoísmo a la inversa con el que Rivera se atornilló en el rechazo al sanchismo para combatir su incómoda reputación de «veleta».
He aquí un ejemplo palmario del efecto pernicioso que en nuestra escena pública ha causado la polaridad banderiza. Nadie puede negar que esa iniciativa, por sensata y pragmática que sea, resultaría hoy para Ciudadanos una decisión suicida que destruiría sus aspiraciones de alternativa. Vox y sobre todo el PP se lo comerían, literalmente, apoderándose de su electorado más antisocialista, justo el que Rivera quiso atraer para consolidar una progresión que al final quedó por debajo de sus expectativas. Es obvio que midió mal sus fuerzas, que subestimó la resistencia de los populares y que cometió un error adolescente de autoestima narcisista. La realidad no estuvo a la altura de sus cálculos optimistas, y ahora una posición razonable, de sentido de Estado, se convertiría para él en un laberinto sin salida. Máxime cuando los agentes políticos, entregados a las corrientes de opinión, han perdido su antigua facultad prescriptiva, la que les permitía marcar las pautas a los votantes desde una autoridad moral incontestable y legítima.
La paradoja del caso consiste en que los electores, que de boquilla reclaman consensos, son quienes en la práctica achican cualquier espacio de encuentro. El dirigente naranja se equivocó al encerrarse en un veto que luego, en vez de levantar, ha extendido a Vox limitando aún más sus propios movimientos. Pero quizá su verdadero desacierto haya consistido en abandonar un territorio ecléctico que en su lógica ambición consideraba demasiado estrecho. Y una vez fracasado en el intento, se topa con la dura evidencia de que en la intransigente España actual queda poco sitio para apostar por el centro.