“A mí, personalmente, el haber salvado la vida a 630 personas hace que piense que vale la pena dedicarse a la política”. Sánchez sí tiene quien le escriba sus memorias, y en Manual de Resistencia ya se podía ver claramente el alcance de su megalomanía, su narcisismo y su programa de Gobierno. Cuando tocaba salvar a la humanidad, los brazos abiertos de la era de Aquarius. Cuando tocaba sentido de Estado, inmovilización del Open Arms y cierra la muralla. Ahora que toca bailar con muchas cosas a la vez, competencias de inmigración para un Junts obligado a mostrar un perfil fuerte ante el crecimiento de Silvia Orriols. Y siempre, siempre, siempre, con la sonrisa de Cheshire y la mirada puesta en el progreso.
En realidad, a pesar de los lamentos y las denuncias, no hay ninguna paradoja en las cesiones del Gobierno. No al menos en el hecho de que un partido como Junts forme parte de esta alianza progresista. El progreso es verdaderamente el eje central de la alianza que ha construido Sánchez. Y una vez más, el error no está en incluir a Puigdemont en el bloque, sino en quienes creen que la etiqueta “progreso” significa siempre y necesariamente algo positivo.
Según este enfoque analítico, Sánchez es un traidor a todo lo que es bueno y puro. Un impostor. Traiciona a los españoles, engaña a sus votantes, finge ser de izquierdas y mancha el nombre del progresismo. Pero los que se engañan continuamente son los otros. Los que confunden el mapa que les dieron al cumplir 20 años con el territorio, las ficciones con la realidad. Lo central en el progresismo es el deseo de dejar algo atrás. Algo que se considera caduco, superado, inútil, sin ningún valor. Ese algo no es la pobreza, la injusticia ni la desigualdad. Ese algo es el hecho de que España es, antes que cualquier cosa, una nación. Y en esa idea están todos los miembros del bloque. Lo que comparten Junts, Bildu, Sumar, ERC y PSOE es el desprecio abierto o la indiferencia proactiva ante la mera mención de nuestro país.
Junts no gobierna España. Tampoco el PSOE. De eso se trata. De que no quede una España común que gobernar. Eso es lo que hay que dejar atrás en el camino hacia el progreso
El portavoz socialista en el Senado y actual secretario general del PSOE andaluz, Juan Espadas, decía el otro día que no hay que alarmarse por los pactos con el partido de Puigdemont. Que ellos dicen muchas cosas “con las que no estamos de acuerdo”, pero que al fin y al cabo Junts no gobierna España. Y tiene razón. Junts no gobierna España. Tampoco el PSOE. De eso se trata. De que no quede una España común que gobernar. Eso es lo que hay que dejar atrás en el camino hacia el progreso. Lo que pasa es que Espadas, Page, Sánchez, los secretarios generales del socialismo vasco y catalán, los barones quijotescos de golpes en el pecho y absolutamente todos sus votantes no pueden decirlo abiertamente.
De ahí el teatro. Junts consigue que le cedan las competencias en inmigración y sabemos que tendremos cuatro o cinco días de lamentos profundos y humanitarios. Estos lamentos son tan inútiles como las críticas de los perpetuos votantes socialistas con escrúpulos de última hora, pero hay algo aprovechable en este nuevo acto. La izquierda racionalista está acostumbrada a meter todo el bloque del progreso en las coordenadas del etnicismo xenófobo, y ya vemos que tampoco en esto aciertan. Bildu y ERC tienen posturas opuestas a Junts -de momento- respecto a la inmigración. Los primeros son de agitar banderitas amarillas de brazos abiertos, mientras que los segundos parece que van a empezar a agitar los permisos de residencia. La razón comparece perpleja: ¡Pero cómo no van a ser etnicistas Bildu y ERC! ¡Cómo que ETA no era esencialmente terrorismo etnicista! Pues no, claro. Es evidente que tienen algo en común, pero no es precisamente el racismo indiscriminado. Lo que tienen en común es el odio a lo español, especialmente si además de español no es de izquierdas. Puede que no todos coincidan en el “Welcome, refugees”, pero ninguno se pierde un buen “Españoles, go home”. Por eso estaban todos ellos este sábado en la manifestación para pedir la excarcelación de todos los presos de ETA.
Expulsar a españoles de Cataluña
Los lloros por la última cesión a los nacionalistas catalanes sí que encierran una paradoja real. Resulta que es inaceptable que quieran expulsar a criminales reincidentes a sus países de origen, pero durante décadas, casi desde la fundación de nuestro maravilloso régimen del 78, se toleró y normalizó el proyecto de expulsar de su propio país a los españoles nacidos en Cataluña. Denuncian la línea roja que supone querer controlar la inmigración indiscriminada los mismos que durante décadas aceptaron que los ciudadanos españoles tuvieran que renunciar a su españolidad si querían vivir tranquilos.
Toda esta farsa trágica en la que vivimos es una repetición de las famosas palabras de De Quincey sobre el asesinato. Si un país permite su propia destrucción desde dentro, muy pronto no le dará importancia a la transferencia de competencias, de ahí pasará fácilmente a la asimetría fiscal y no tardará en aceptar que una comunidad autónoma pueda decidir en cuestiones de inmigración.