EL CORREO 04/07/14
JAVIER RUPÉREZ
· España no tiene un problema con Cataluña, sino con los secesionistas catalanes que quieren romperla. Bastaría con que la institucionalidad española en todos sus ámbitos se lanzara sin temores a la defensa de la unidad y de la libertad de todos los españoles para que incluso los catalanes más renuentes comprendieran la sinrazón separatista
EN los medios cercanos al secesionismo catalán se ha generado la idea de que estamos contemplando un inminente «choque de trenes» entre dos entidades indistintamente descritas como España y Cataluña, como el Gobierno de España y la Generalidad catalana, o simplemente como los catalanes y los españoles. La expresión, en su descompuesta y violenta grafía, ha suscitado emociones diversas entre gentes no necesariamente afines al pulso de la independencia que con mejor voluntad que discernimiento se apresuran a urgir de quien corresponda la búsqueda de soluciones que eviten el fatal encontronazo. Cuando en realidad no hay tal contraposición. Lo que está ocurriendo en esencia es lo que de antiguo se temía: los partidarios de la independencia de Cataluña, a los que hay que reconocer osadía e impudicia en sus tácticas, han llevado sus reivindicaciones al terreno de la ilegalidad al pretender «de facto» la ruptura del consenso nacional que desde 1978 se rige por la Constitución española, que como es bien sabido reconoce a España como «patria común e indivisible de todos los españoles», últimos propietarios de la soberanía nacional.
El «choque de trenes» y su eventual solución han venido traduciéndose en diversas reclamaciones políticas y sociales que, impulsadas desde medios partidistas o económicos, buscan lo que se ha dado en llamar una «tercera vía», aquella donde se deberían encontrar los partidarios de la unidad de España y los que propugnan su disolución. A ello responden propuestas tan diversas, dictadas desde la bonhomía o el oportunismo, que oscilan entre la federalización de España y la «mutación constitucional» que consagraría el blindaje de la «nación» catalana en el marco de una suerte de confederación hispánica. Que, aunque no se diga, y siguiendo los ejemplos ya constitucionalizados de Navarra y el País Vasco, retrotraería el mapa político nacional al que conocieron los reinos tardo-andalusíes y que se vino en llamar, en frase hoy acertadamente identificada con la división y la decadencia, de «Taifas». En esa dimensión se mueven los que sorprendentemente piden al presidente catalán que «conceda a España una nueva oportunidad» o los que urgen al Gobierno español una incrementada voluntad de diálogo para solucionar el conflicto generado por los separatistas. Aunque hubiera sido de buen orden esperar del Gobierno de la nación una argumentación más comprometida a favor del texto constitucional y de sus valores, no ha faltado a sus deberes elementales al recordar que los términos de su actividad no pueden ir más allá de lo que la Constitución y la ley marcan: entre la unidad y su ruptura no hay término medio. O dicho con otras palabras, que lo que los separatistas demandan no son paños calientes, sino la independencia, y que su declarada voluntad no es, hasta el momento, la de aceptar remedios intermedios y caseros. Nadie debería engañarse: «referéndum o nada» equivale a «independencia o nada». Todos ganaríamos si cada cual adoptara una posición nítida ante la disyuntiva. Como dirían los maestros de la lógica, «tertium non datur».
Existe siempre la posibilidad de que los separatistas, a imagen del hondero de la fábula, que en su imposible deseo de alcanzar la luna con sus pedradas llegó a convertirse en el mejor artista de la honda en su comarca, señalen su aquiescencia ante las propuestas de acercamiento que tantos bienintencionados correveidiles, sin otro mandato que el de su propio deseo de agradar, vienen ofreciendo. No sería de excluir que en la hora veinticinco, cuando comprueben la imposibilidad de llevar a cabo su referéndum, muestren cara compungida y soliciten árnica apuntando a su disposición de aceptar el paquete de propuestas que se encierran en la llamada «tercera vía». La misma lógica haría que los medios sociales, políticos y económicos que tanto temían el «choque de trenes» emitan un suspiro de alivio y adelanten su disposición al compromiso. No faltarían incluso allegados al poder que ateridos ante la presión psicológica durante tanto tiempo acumulada quisieran dulcificar la defensa constitucional. Sería tanto como enterrar la España de ciudadanos libres e iguales a la que accedimos a través de la Constitución de 1978.
A lo que parece, la «tercera vía» traería consigo un reconocimiento de la particularidad catalana, que los secesionistas naturalmente apellidarían como «nacional», mientras se blindan determinadas competencias en manos de la Generalidad de Cataluña, tales como lengua, educación, cultura e infraestructuras, en tanto se buscan medios para poner límite a la solidaridad en el terreno fiscal, como ya intentó el Estatuto de 2006. Ello en la práctica significaría consagrar la ausencia de España en Cataluña, con la introducción de una asimetría constitucional que el texto del 78 y el Tribunal Constitucional no contemplan. La Generalidad quedaría con ello al margen de las decisiones adoptadas por las Cortes Españolas o por los tribunales de justicia del país. En la mente de sus propulsores, esa «tercera vía» no constituiría formalmente la independencia, pero no ignoran que en la práctica se trataría solo de una estación en la marcha hacia ella. La Generalidad de Cataluña tendría todavía más poderes que los actuales, si cabe, para continuar con su apenas encubierta construcción nacional catalana. Estaríamos de nuevo ante lo que los secesionistas tanto tiempo han aspirado y algún ingenuo aceptado: la bilateralidad entre España y Cataluña. Seguir perteneciendo al Estado, pero desvinculándose de la comunidad política española. Juntos pero separados. Al menos durante el tiempo en que se tarde en conseguir la independencia.
No es posible argumentar que tal propuesta quepa en una reforma mínima de la Constitución. Supone una alteración fundamental de los principios y equilibrios establecidos en su título I, y consiguientemente para llegar a su puesta en práctica sería necesario el procedimiento largo y oneroso que el mismo texto exige para el caso. Pero incluso contemplando esa infeliz ocurrencia, aquellos que todavía creen en las virtudes constitucionales –y que seguramente siguen siendo mayoría en toda España, incluyendo Cataluña– deberían tener en cuenta dos o tres cuestiones básicas: que España no tiene un problema con Cataluña, sino con los secesionistas catalanes que quieren romperla; que bastaría con que la institucionalidad española en todos sus ámbitos se lanzara sin temores a la defensa de la unidad y de la libertad de todos los españoles para que incluso los catalanes más renuentes comprendieran la sinrazón separatista; y que, a la postre, si de votar se trata, habría que hacerlo en contra de los de la «tercera vía» y sus conscientes o inconscientes cómplices. No vaya a ser que en la confabulación de los tibios se piense que todo es posible. Y menos las mercancías averiadas. La «tercera vía» es una de ellas.