ABC 13/10/16
IGNACIO CAMACHO
· Si la temperatura del bloqueo se midiese con el termómetro de Palacio nadie dudaría de que el mercurio está bajando
LA fama que emerge de la nueva política es volátil como todos los productos de la posmodernidad: efervescentes, ligeros, desechables. Hace un año la estrella de la recepción real del 12 de octubre fue un Albert Rivera que iba por el Palacio de Oriente levitando sobre sus expectativas mientras la gente hacía cola para tocarlo como a un santo milagrero. Doce meses y dos elecciones después, el bipartidismo clásico ha recuperado el aliento de un primer plano decisivo. El joven líder de Ciudadanos transitaba por los salones integrado en el hormigueo de corrillos, sin despertar mucha más curiosidad que los jarrones, los cuadros o los inmóviles alabarderos de la guardia. El centro de atención se había desplazado hacia un hombre maduro de aire tímido y porte discreto, ligeramente inclinado hacia delante como si su sobrevenida responsabilidad le pesara en la espalda. Un representante de la vieja política, la de toda la vida, la que al final de tanta burbujeante ineficacia se abre paso como ultima ratio de las soluciones. Javier Fernández está acostumbrado a ejercer de anfitrión de los Reyes en su Principado asturiano, pero ayer le tocó el papel de invitado de moda, cercado de miradas y de preguntas que rehuía con su sonrisa afable. Expresaba preocupación con sus palabras –está cosiendo heridas de sutura lenta– y una cierta esperanza con los ojos. Se fue pronto para no decir más de lo que convenía; ya había manifestado Rajoy que era un magnífico día para estar callado.
Ambos, el presidente del Gobierno y el de la gestora del PSOE, reunidos unos minutos en el salón de autoridades, simbolizaban la extenuación de este largo ciclo transitorio: dos líderes en funciones, emblemas del paradójico estado de provisionalidad permanente en que la política española se ha instalado atrapada en un bucle del tiempo. Susana Díaz, de un rojo rabioso y fulgurante, lucía también en funciones de sí misma: expansiva, aplomada, dicharachera, con la traza de seguridad de una candidata en campaña. No se sabe a qué, pero la virreina del Sur siempre parece candidata a algo. Su discurso era más optimista que el de Fernández, y acaso por ello menos convincente; aunque mantenía la misma cautela respecto al desenlace de la investidura, mostraba mayor confianza en la velocidad de cicatrización del partido. «La clave es el teléfono; si te llaman más de lo que llamas tú es que la cosa va bien», decía a sabiendas de los jirones que se ha dejado en la crisis interna. A su alrededor bullía un frufrú de barones territoriales y tanta gente a la escucha que un ujier tuvo que abrir, para ventilar el ambiente, los balcones que daban a la neblina otoñal del Campo del Moro. El soplo de aire fresco barruntaba una cierta distensión. Provisional, por supuesto. Pero si la temperatura del bloqueo se pudiese medir con el termómetro de Palacio nadie dudaría de que el mercurio está bajando.