IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El objetivo actual del separatismo es la ruptura a plazos, a base de ir laminando la ya residual presencia del Estado

Esto de la «pacificación del conflicto» de Cataluña es una cosa muy rara. En primer lugar porque, siendo indiscutible la rebaja de la tensión tras el ‘procès’, es difícil discernir si se debe a los indultos y demás rebajas penales de Sánchez o al efecto disuasorio previo de las condenas del Supremo. Luego porque los supuestos pacificados han aprovechado el poder autonómico y su influencia en el nacional para seguir apretando las tuercas a la ciudadanía desafecta sin que los pacificadores se lo afeen siquiera. Y en último término porque la seráfica voluntad negociadora del Gobierno, reafirmada ayer por el presidente en su felicitación de la Diada, se compadece mal con la insistente reclamación secesionista de los beneficiarios de esta singular ‘pax catalana’. Mero postureo, afirman los trompeteros de ese colectivo entusiasta que el colega Antonio Naranjo llama, en feliz hallazgo sarcástico, equipo de opinión sincronizada. Pero hasta ahora siempre ha resultado más sincera, o al menos más coherente con los hechos, la palabra y la actitud del independentismo que la de los volubles miembros de un Ejecutivo habituado a cambiar de opinión como quien muda de camisa. Razón por la que quedan muy pocos españoles que duden de una inminente amnistía e incluso de un referéndum a poco que Puigdemont insista. La investidura bien puede valer eso, y lo que pidan de propina, como París bien valía una misa. Otra cosa es que el prófugo, imprevisible, prefiera al final seguir triscando –y trincando– en el monte de la nostalgia austracista, la lucha contra los partidos «borbónicos» y demás mitologías del imaginario nacionalista.

Es verdad que España no se va a romper, conceda lo que conceda Sánchez, mañana ni pasado. Tampoco se rompió con el Estatuto de Zapatero, aunque el terreno político quedó abonado para la insurrección que estalló al cabo de diez años. La estrategia soberanista parte de una autocrítica a partir del fracaso y está replanteada como una ruptura a plazos. El apoyo al sanchismo ha costado en las elecciones generales un montón de votos y de escaños, pero permite al separatismo avanzar en su objetivo de ir laminando la cada vez más residual presencia del Estado. Es la metáfora del salchichón, que decía Alfonso Guerra: cortar rodaja a rodaja hasta quedarse con el cordel en la mano. Todo muy pacífico, muy cordial, muy sosegado. Diálogo, diálogo y una lonchita cortada de vez en cuando. Ahora toca el borrado de la sedición, el delito que nunca existió, y tal vez otra legislatura controlada con telemando. Sin prisa y sin otro ruido que las esporádicas estridencias de Waterloo y alguna manifestación como la de ayer para ejercitar el músculo de los despliegues multitudinarios. No más saltos al vacío ni pasos en falso. Despacio. Son mucho más eficaces los pactos con quien ha demostrado que cualquier alquiler del cargo le parece barato.