- Para los antecedentes de la nación ucraniana, los designios colectivos han venido siempre determinados por la cesión y el acuerdo mutuo. Conceptos desconocidos por Putin y Trump.
Tras la confirmación, por parte de Estados Unidos, del comienzo de las negociaciones para poner fin a la guerra de Ucrania, se han ido filtrando algunos de los supuestos parámetros del «acuerdo» base: el jefe del Pentágono deslizó que Ucrania tendría que ceder territorio y no podría unirse a la OTAN.
La paz, además, tendrían que garantizarla tropas europeas y británicas. La única zanahoria para Zelenski sería un proceso rápido de adhesión a la Unión Europea para la Ucrania mutilada por Putin y por Trump, que además se reservaría el acceso a las «tierras raras» de la maltrecha nación derrotada.
Todo esto se haría, evidentemente, sin consultar ni a los ucranianos ni al resto de europeos. De acuerdo con la Administración trumpista, las demandas de Kiev, resumidas en el respeto a su integridad territorial y en el cumplimiento de la legalidad internacional, serían «poco realistas».
Se trataría de una ilusoria, y profundamente injusta, pax ucraniana impuesta por la fuerza, producto casi exclusivo de los delirios pseudohistoricistas de Putin y del Síndrome de Hubris de su homólogo en la Casa Blanca.
En modo alguno lograrán lo que se proponen. No es ésta una afirmación frívola, gratuita, ni voluntarista: se basa en la absoluta incompatibilidad de las tradiciones políticas rusa y ucraniana.
Si alguna vez hubo un resquicio de esperanza para Rusia de alcanzar una entente favorable con la ayuda de los ucranianos rusófonos, ésta se desvaneció para siempre tras la brutal agresión iniciada en 2022. Y es que, en contra de lo que Putin (y nuestros independentistas patrios) piensan, la lengua no determina la identidad nacional.
En una reciente charla del historiador Robert Frost en mi universidad, el académico escocés lo explicaba con un ejemplo meridiano: los irlandeses lucharon por su independencia en inglés, no en gaélico.
Por su parte, la inmensa mayoría de los ucranianos que hablaban ruso han dejado de hacerlo. Lo comprobé en primera persona en 2022, cuando trabajaba en Bulgaria y mi institución acogió a compañeros ucranianos, muchos de ellos rusófonos de las provincias invadidas. Todos ellos habían dejado de sentir en ruso, aunque todavía lo hablaran.
La historia por sí misma no sirve para predecir el futuro, pero sirve para algo mucho más útil: entender el presente. La tradición política rusa se basa, casi exclusivamente, en la imposición autoritaria y en el incumplimiento de los acuerdos firmados. La ucraniana, por el contrario, se ha apoyado en las ideas de consentimiento, negociación y pacto.
«Cualquier apropiación del territorio ucraniano, aunque venga avalada ahora por Estados Unidos, terminará siendo papel mojado»
Así ha sido desde mucho antes de la existencia de la propia Rusia moscovita y con contadas excepciones –sobre todo las impuestas por el imperio otomano y por la Unión Soviética.
Para los diferentes antecedentes de la nación ucraniana moderna, desde Rutenia hasta los territorios fronterizos de la República de las Dos Naciones (Polonia-Lituania), los designios colectivos han venido siempre determinados por lo que Frost llama el espíritu de «compromise»: cesión y acuerdo mutuo. Conceptos ambos desconocidos por los egos de Putin y Trump, que ven cualquier concesión como una muestra de debilidad.
En algo acertaba Putin cuando, en aquella funesta primavera de 2022, decía que los ucranianos no eran sólo sus vecinos sino también sus hermanos, y parte indisociable de su historia. Se equivocaba, sin embargo, de manera tan fatal como inevitable, al tratar de laminar la voluntad ucraniana con el único método que Rusia conoce: la fuerza.
Cualquier apropiación del territorio ucraniano, aunque venga avalada ahora por Estados Unidos, terminará siendo papel mojado.
Ni Ucrania va a aceptar su «soberanía limitada», ni Rusia va a ser capaz, con una natalidad bajo mínimos y un número de bajas catastrófico, de reemplazar a la población de los territorios que ocupe. Y esto a pesar de sus abominables crímenes de guerra, como el secuestro sistemático de niños ucranianos para ser reeducados en Rusia.
Son los últimos estertores de un gigante moribundo que sólo está prolongando su agonía. Al espíritu del Maidán han unido ahora lo que toda nación necesita para consolidarse: una guerra de independencia y un enemigo contra el que definirse.
Me decían mis amigos ucranianos, racionalistas todos, que nunca hasta ahora habían entonado el Slava Ukraini, por considerarlo un eslogan banderista y nacionalista. Añadían después, con lenguaje descarnado, que las bombas rusas sobre sus casas, sus puestos de trabajo, sus hospitales y sus familias se lo habían tatuado a fuego en el corazón, a ellos, a sus hijos, y a los hijos de sus hijos.
Ni Putin ni Trump podrán levantar una frontera contra ese sentimiento.
*** Carlos Conde Solares es profesor de Historia en la Universidad de Northumbria en Reino Unido.