Juan Soto Ivars-El Confidencial
- Esta supuesta paz tiene fecha de caducidad exacta: terminará el día en que empiece a gobernar la derecha
De todos los vestidos que la prensa oficialista está colocando sobre la muñeca pepona que Sánchez le ha regalado a ERC, el más cursi es el cuento de que el Gobierno ha traído la paz social a Cataluña con la desjudicialización.
Es cursi y, como todo lo cursi, es falso. La judicialización no cayó del cielo, ni la provocó indudable molicie de Mariano Rajoy, sino que fue la consecuencia lógica de que un Gobierno autonómico, abusando de su poder, se saltara el Estatuto de Autonomía y la Constitución. Por tanto, esa paz social de la que Sánchez se pavonea no ha llegado por la desjudicialización, sino que precisamente llegó gracias a la acción de los tribunales y la aplicación del artículo 155. Me hubiera ayudado a creer en una paz duradera que los líderes del procés hubieran hecho el más mínimo acto de contrición, pero esto no ha ocurrido.
De modo que empezamos a tener paz en Cataluña cuando se frenó en seco la deriva autoritaria de un Gobierno autonómico que, hay que recordarlo, empezó a atropellar los derechos de los ciudadanos de Cataluña en las jornadas de septiembre de 2017 en que promulgó las leyes de desconexión. El abuso que se ejercía en el Parlament de Cataluña parecía irrefrenable. ¿Nadie recuerda cómo rompían ante las cámaras los requerimientos? ¿Nadie recuerda a Joan Coscubiella, su impotencia de izquierdas en aquellas jornadas de chulería y abuso de poder?
Lo recuerdo hoy porque parece que se olvide una historia tan cercana en tiempos de memoria democrática. Fueron las instituciones del Estado democrático, capaces de desactivar la tiranía cuando lo que sale de las urnas se dirige a ella, las que permitieron que hubiera paz. Como ocurrió en Estados Unidos tras la toma del Capitolio, en Perú tras el autogolpe de Castillo o en Argentina con la corrupción de Cristina Fernández de Kirchner, la llamada judicialización parecía ser el último mecanismo de un Estado para atajar el abuso de poder perpetrado por la mayoría electa.
Aquello fue algo peor que corrupción: prefiero a Pujol robando que a Puigdemont pisoteando mis derechos. Aquello fue un acto de rebeldía de un gobierno no sólo contra el marco constitucional, sino contra la mitad de los ciudadanos, y su mascarada la pagaron con mis impuestos. ¿Es menos grave esa malversación?
Respecto al cuento de la paz, ya la había en Cataluña cuando Sánchez regaló los indultos. En aquel momento, las Diadas independentistas estaban desinfladas, los líderes del procés se dedicaban a pelearse entre sí y buena parte de su electorado comprendía una verdad como un templo que pocos admiten en voz alta en Cataluña, pero que se oye en las conversaciones privadas: los líderes independentistas habían engañado a su electorado.
El abuso de poder fue doble: a los no independentistas se nos esquivó, y a los independentistas les vendieron una quimera republicana y no crearon ninguna estructura de Estado. Forzaron un referéndum ilegal sin tener ni tan siquiera apoyos internacionales con que rentabilizarlo. Ocultaron a su opinión pública hipnotizada a base de manipulaciones que la Unión Europea los expulsaría de facto si se independizaban. Y, según quedó probado en el juicio (ensoñación), no tenían plan B. Simplemente corrieron con sus votos hacia un precipicio judicial, desoyendo todas las advertencias. Incluso las de los letrados del Parlament.
“El Estado reprime y me jode —me dijo en 2019 un conocido activista indepe, de los de cuando eran un 15%, en los pasillos de TV3—, pero los nuestros nos han tomado por gilipollas y esto me subleva”. Esta era la paz, en mi opinión: la constatación de una estafa piramidal de proporciones asombrosas. El golpe posmoderno desenmascarado como mera propaganda. Así lo definió Daniel Gascón en uno de los mejores libros sobre los hechos de 2017.
Lo que ha hecho Sánchez no es perseguir la paz en Cataluña, sino desamortizar los delitos de malversación y sedición para obtener unos votos de ERC que le permitan agotar la legislatura. Hoy tenemos la paz que se respira en la casa de un niño mimado que acaba de ver satisfecho su enésimo capricho, y como esa, durará un suspiro.
Se ha activado desde el Gobierno una bomba de relojería. Esta supuesta paz tiene fecha de caducidad exacta: terminará el día en que empiece a gobernar la derecha. Si no le explota antes a Sánchez entre las manos. Caso de que un próximo Gobierno conservador trate de cortar alguno de los cables del artefacto, la bomba explotará. Por ejemplo, si el PP gobernase y endureciera de nuevo la malversación y la sedición, en Cataluña volveríamos a empezar. «¡Nos reprimen!». Caso de que Junqueras note en el aire que es el momento de apretar porque a Puigdemont se le ocurre volver calculando que los jueces le harán poco daño, la bomba explotará.
Lo único que Sánchez ha desactivado en Cataluña es el victimismo nacionalista, pero lo ha hecho a base de regalos. Cualquier discusión futura en la que el Estado deje de ofrecer todo lo que se le pide (y esto va a llegar, finalmente, con el deseo del referéndum, gobierne el PSOE o gobierne el PP) reactivará la retórica de siempre, el “dentro de España no podemos respirar”, y ninguno de estos generosos regalos habrá servido de nada.
(Como ven, no cuento con que Sánchez entregue el referéndum a Cataluña. No porque confíe en Sánchez, sino porque ahí está el límite clamoroso de la Constitución).
Así que voy a insistir en esta idea, porque me parece clave: a la izquierda española se le suele olvidar que los independentistas no son una simple reacción a los excesos del nacionalismo español, sino gente con un deseo insaciable que no se colmará hasta que no quede establecida una república. Lo único a lo que puede aspirar la unidad de España, en mi opinión, es a prórrogas. España es una cosa que se va prorrogando.
En este sentido, más allá de la duración de España tal como la conocemos, pienso que jamás ha habido nada que negociar, dado que el independentismo plantea un todo o nada. Lo que piensen el resto de los españoles sobre la extensión del territorio es algo que por aquí la trae al pairo. Y entre tanto, como ellos, a diferencia de Sánchez, sí juegan en el largo plazo, propaganda y adoctrinamiento a fuego lento, a fin de tener en algún momento una ciudadanía que mayoritariamente entienda que España es otra cosa.
La insaciabilidad de su deseo está en el centro. Si se celebrase un referéndum y lo perdieran, al día siguiente querrían otro. Así, una y otra vez, porque los plebiscitos solo tienen un resultado vinculante.
Que estos líderes independentistas en particular hayan sido hipócritas, cobardes y mediocres en la consecución de su fin, traicionando el sentimiento independentista fuertemente arraigado en muchos catalanes, no quita para que otros vengan en el futuro que sí trabajen en lograrlo. Quien crea que se puede domesticar este deseo, no entendió aquella frase que tanto se repitió tras la aplicación del 155 y que sí era sincera: «Ho tornarem a fer».