EL CONFIDENCIAL 08/07/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Mariano Rajoy acudió al campus de FAES en Guadarrama exactamente como debió ir: con normalidad y sin resquemores. Y Aznar le recibió como tenía que recibirle: con cordialidad –aunque parezca mentira, Aznar puede ser cordial– y sin propinarle al presidente del Gobierno pellizcos de monja. Quizás no se haya recompuesto lo que se ha venido estropeando entre el actual aparato del PP y el denominado aznarismo, pero parece que en los unos y en los otros hay conciencia cierta de que la derecha democrática española no se puede permitir en estos momentos ni una sola fisura.
Porque, despejada la incógnita de VOX en los comicios europeos, no hay nada articulado a la derecha del PP en términos electorales. Y lo que el Gobierno y el partido tienen que combatir es a un adversario terrible y tenaz: la desilusión, la decepción, la incredulidad y la fatiga de los ciudadanos y, especialmente, de sus propios votantes. Rajoy tiene que esprintar con una resolución enorme y, en él, inédita. Y no sólo en los asuntos económicos –que por supuesto–, sino también en los sociales y en las reformas políticas de calado.
Para abordar los escasos catorce meses que quedan para las elecciones generales –y antes, las muy difíciles autonómicas y municipales– los populares han de remontar sin esperar a que siga corriendo el calendario. La paz entre sectores del PP es una condición necesaria para ello, pero no suficiente. La derecha española ha de afrontar, además, otras urgencias.
La derecha española tiene la oportunidad ahora –pero no por mucho tiempo más– de tomar los mandos de un país desequilibrado por la brutal crisis de la izquierda. A España le ha ido muy mal tanto el quietismo de la derecha como el desarbole de la izquierda
Y lo urgente es introducirse en la dinámica del país que consiste en una energía social que demanda cambio, un cambio profundo. Y, desde luego, plantearse un cambio constitucional que, sin que tenga que orientarse sólo a resolver la cuestión catalana (es irresoluble para el independentismo acendrado, pero no para el de aluvión de catalanes sobrevenidos al secesionismo que sería sensible a posiciones reformistas), aborde las disfunciones de nuestro sistema en distintos órdenes: la irritante e irrespirable corrupción, la politización de la justicia y el desbarajuste autonómico, entre otras patologías.
En esta legislatura se ha producido el hecho político más decisivo para que ese cambio sea posible y se propulse: la abdicación del rey Don Juan Carlos de Borbón y la subsiguiente proclamación de su hijo, Felipe VI. Con la retirada del padre del Rey, hemos acabado una época, una larga época que está ahora en sus estertores y que huele a cadaverina. No aprovechar este movimiento sísmico en el imaginario de la transición democrática sería un error colosal, histórico.
La derecha española tiene la oportunidad ahora –pero no por mucho tiempo más– de tomar los mandos de un país desequilibrado por la brutal crisis de la izquierda. A España le ha ido muy mal tanto el quietismo de la derecha como el desarbole de la izquierda. El PSOE se encuentra desvencijado, zarandeado por tres candidatos que ayer protagonizaron un pobrísimo debate del que apenas se puede rescatar la sensatez –por lo menos la sensatez– de Pedro Sánchez.
A los socialistas, por si fuera poco, les están lanzando una opa desde una izquierda revolucionaria, agreste y que se mira en modelos ultramontanos y a la que no pocos votantes han acudido para desahogarse el pasado 25-M. Si a estos ciudadanos irritados no se les ofrece una agenda de cambio rápido, profundo y creíble, persistirán en depositar su papeleta a favor de la ruptura de un convencionalismo político que responde a una lógica lampedusiana y circular.
El PP fue elegido por mayoría absoluta en 2011 para gobernar un país que había perdido el norte y que todavía no lo ha recuperado. Y no lo ha recuperado, especialmente, en el sentido más cívico, ético y moral de la expresión. Perder el norte equivale a no saber a dónde se va
En la periferia española –Cataluña y País Vasco– se están produciendo movimientos tectónicos que no admiten ni paliativos ni reduccionismos. El socialismo y el conservatismo españoles están en ambas comunidades en una situación de mínimos. En Cataluña el PSC se encuentra en su expresión electoral más reducida, lo mismo que el PP. Y en el País Vasco, el PSE carece de líder (y no aparece ninguno en el horizonte) y pierde posiciones en los tres territorios, mientras el PP registra en las encuestas (siete diputados, le otorga la última) su peor marca. En realidad, en ambas comunidades, ni PSOE ni PP son relevantes.
El socialismo se ha nucleado en torno al andalucismo (el PSOE sin Andalucía no es, no está) y el PP se ha hecho mesetario (con la derivación gallega) después de que sus posibilidades de revalidar posiciones en Valencia se esfumen tras una truculenta concatenación de fechorías corruptas. Extremadura es, por el momento, una excentricidad que sostiene el populismo de Monago con la aquiescencia de una IU regional que ajusta cuentas así con el aparato central de la coalición.
Estas son las urgencias a las que debe dar cara la derecha española elegida por mayoría absoluta en 2011 para gobernar un país que había perdido el norte y que todavía no lo ha recuperado. Y no lo ha recuperado, especialmente, en el sentido más cívico, ético y moral de la expresión. Perder el norte equivale a no saber a dónde se va. Y el presidente, el PP y sus dirigentes tienen que ser conscientes de que esa es la sensación y la inquietud más extendida en la (desnortada) sociedad española que aspira, sería difícil saber en qué medida, a vengarse de la clase política. Un sentimiento colectivo que nos remite a los peores episodios de la historia de las sociedades modernas.