EL CORREO 17/10/13
ANA ROSA GÓMEZ MORAL
· El verdadero punto de retorno a la inocencia no será reconocer sólo los asesinatos perpetrados, sino aceptar que la elección de la violencia fue el primer paso para la deshumanización
El contraste capacita nuestra mirada para ver mejor. Disciplinas aparentemente tan antitéticas como el arte y la medicina lo utilizan para ampliar nuestra percepción. Todo se realza frente a su contrario. Hace pocos días, hemos asistido a uno de estos claroscuros que con tanta abundancia se producen en una sociedad que, al contrario que las joyas, que se exhiben sobre terciopelos negros para resaltar su brillo, aún soporta sobre su fondo más opulento y esplendoroso la negra mancha de 45 años de muerte y terror. Mientras en el palacio de Aiete se celebraba el foro internacional de alcaldes, Deusto acogía la presentación del libro ‘Los ojos del otro’ sobre los encuentros restaurativos entre víctimas y ex miembros de la organización terrorista ETA. Frente al despliegue del palacio donostiarra, que parece haberse convertido en el Kodak Theatre de nuestras ceremonias del proceso, es imposible no imaginar esa habitación sencilla cuyos únicos adornos eran las emociones revolucionadas de personas unidas por el asesinato. Y, frente a la profusión de invitados de todas partes del mundo y con toda clase de experiencias, tal vez en un intento de camuflar la propia, brota, casi sin querer, la idea de que, como dijo el profesor Xabier Etxeberria, «los pasos individuales pueden tener un potencial enorme».
En el fondo, ese es el gran contraste, el que se da entre quienes ven las infinitas posibilidades de las experiencias individuales y quienes tratan a los indiv iduos como par te de un colec tivo del que no interesa que escapen. A día de hoy, el Gobierno español ha paralizado de facto los encuentros restaurativos en plena consonancia con la llamada izquierda abertzale, que tampoco ve con buenos ojos todo lo que sean búsquedas personales e independientes del grupo de presos. Así, la utilización política se sigue imponiendo sobre los individuos. El alcalde de San Sebastián invitó a Pat Colgan, representante del Peace Program de la UE, para que nos dijera que «en Irlanda no hemos hallado la fórmula para pedir perdón», mientras se siguen ignorando las palabras de un preso de ETA que es capaz de afirmar «no sé qué decir, me da vergüenza pedir perdón, porque lo que he hecho es algo tan grave y el perdón se me queda tan pequeño…».
Muchas víctimas también se ven privadas del protagonismo capital que les ofrece la justicia restaurativa. Al mismo tiempo, va ganando terreno la elaboración de esos catálogos de víctimas que se remontan hasta la Guerra Civil y sobre los que la izquierda abertzale proyecta cálculos matemáticos para ir restando en su cuenta de responsabilidades esa que tiene contraída por la violencia que nació y anidó entre nosotros y que, como ya dijeron en 1980 un grupo de intelectuales vascos, «es la única que puede convertirnos de verdad en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles». En este sentido, Juan Karlos Izagirre inauguró el foro de alcaldes de Aiete trasladando su pesar, «de corazón», a las víctimas de ETA, del Estado y de la guerra sucia. Sin embargo, en ninguno de esos catálogos de víctimas, hechos a medida para que la cuenta salga más o menos a favor, se van a recoger los nombres, por ejemplo, de Olaia Castresana u Hodei Galarraga, jóvenes de apenas 20 años, muertos por la explosión de la dinamita que estaban manipulando o transportando. No fueron víctimas de ninguna injusticia o abuso y, sin embargo, estas pérdidas humanas también requieren una explicación que vaya más allá de mero homenaje paramilitar que se les hizo en su día.
Lejos de darles a leer el poema de Gloria Fuertes para «no consentir que os impongan morir a destiempo», la izquierda abertzale utilizó, durante años, la rebeldía propia de esa edad para que muchos jóvenes demostraran su pureza ideológica a través de la participación en las escalas de la violencia. Ese será el reconocimiento más cruel, el que no se puede contrarrestar con nada, ya que se trata simplemente de la ruina que han contribuido a causar en la existencia de muchos de sus propios acólitos, algunos muertos y otros muchos consumiendo gran parte de lo mejor de su vida en las cárceles. Dado que el ejercicio violento exige arriesgar la vida y ponerla al servicio de la causa que dice defender y que, de hecho, esa es la premisa para poder llegar a asesinar a otros, el verdadero punto de retorno a la inocencia no será reconocer sólo los asesinatos perpetrados, sino aceptar que la elección de la violencia fue el primer paso para la deshumanización tanto de quienes la ejercían como de quienes eran sus víctimas. Ese es el camino que han emprendido los presos que participaron en los encuentros restaurativos y esa podría ser una de las luces que iluminara con más fuerza las zonas sombrías de una sociedad moralmente devastada por una enfermedad de más de 40 años de violencia. De lo contrario, como decía Chillida sobre sus propias creaciones, «esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra, que es la nuestra».