Lourdes Pérez, EL CORREO, 31/10/11
La promiscuidad partidaria que ha aflorado en los primeros compases del final de ETA dibuja un nuevo tiempo desordenado e hiperactivo
Pues sí, la paz era esto. El cese definitivo de ETA se nos ha aparecido como este verano tardío fuera de estación, que nos hace sentir bien pero algo extraños, desubicados en la nueva normalidad sin capucha que avanza sobre la normalidad preexistente, la que disfrutaban -disfrutábamos- todos los ciudadanos ajenos a la amenaza sorda y sostenida de la violencia. La ausencia de toda épica en el final del terrorismo etarra, después de años de decaimiento de los atentados por efecto de la presión policial y judicial y del paulatino hartazgo de la ciudadanía, ha restado a su vez cualquier épica a la celebración de ese final, al margen de lo que significa para las víctimas y para quienes seguían obligados a malvivir escoltados.
Si el Gobierno de Patxi López y los partidos no han sido capaces de convocar un acto unitario que exteriorizara en la calle una satisfacción compartida no es solo por la incompatibilidad, a apenas tres semanas del 20-N, de sus estrategias e intereses políticos. Tampoco se han sentido especialmente presionados para organizarlo por una ciudadanía hastiada de ETA, sí, pero que también había dado por amortizado el problema de la violencia antes del comunicado del 20 de octubre. Que la organización terrorista hubiera quedado descontada en la vida de la mayoría de los vascos ha ayudado al tránsito hacia la política de la izquierda abertzale. Pero, al tiempo, eso ha redundado en tal desfondamiento social y partidario que la antigua Batasuna se ha encontrado el terreno trillado para su recuperación política y electoral en cuanto la sombra del terror se ha disipado. Y para poder hacerlo, además, tratando de diluir las culpas y la memoria del horror en un magma de sufrimientos dispares en el que la autoría responsable de ETA solo se percibe de perfil.
El lehendakari López advirtió ayer que no piensa tolerar que aquellos que dieron cobertura durante décadas a la violencia pretendan marcar ahora «con sus prisas» la agenda colectiva. Sus palabras son una variante de la exigencia del PNV y otros para que no se le haga gratis a la izquierda abertzale la campaña que arranca este viernes; en este caso, a la Amaiur que ya ha empezado a llenar de carteles azules las calles de Euskadi. Se trata de dos avisos que no responden del todo a la realidad de lo que está ocurriendo. Porque no es la exBatasuna la que se está mostrando más reivindicativa que lo que venía siendo habitual, ni tampoco la que da la impresión de estar más acuciada por las urgencias del escenario ‘post-ETA’. Son más bien los demás los que parecen ansiosos por transmitir que todo está bajo control, bajo ‘su’ control.
Salvando las distancias obvias, la izquierda abertzale que se siente hoy liberada del pesado fardo de la violencia puede permitirse hacer lo mismo que el PP: esperar y ver. Esperar y ver qué reparto deparan en las urnas los 18 escaños en disputa en Euskadi y los cinco en Navarra, con el doble objetivo de obtener grupo propio en el Congreso -una posibilidad que los dirigentes abertzales creen en su mano- y erigirse, si se dan las condiciones, como fuerza más votada del nacionalismo, por encima del PNV. Lo que hace apenas medio año resultaba impensable -una izquierda abertzale tan normalizada como para tutear en las urnas al partido de Urkullu y aspirar a convertirse en la cuarta fuerza del Parlamento español- se ha incorporado con total naturalidad a las previsiones partidarias en esta singular precampaña. Si se cumplen los vaticinios, la izquierda abertzale se sentirá legitimada, gracias a la fortaleza que dan los votos en democracia, para reivindicar la existencia de una «mayoría social» conforme a sus tesis. Y, con ello, la existencia de un relato sobre las causas y las consecuencias de la violencia de ETA alternativo al que puedan compartir los socialistas, el PNV y el PP.
Los primeros compases del final del terrorismo alumbraron una suerte de ‘mínimo ético’ coincidente entre los partidos de López, Urkullu y Basagoiti. El paso de los días no ha hecho desaparecer la línea roja que aún separa a quienes han sufrido y condenaron el terrorismo etarra de aquellos que han de ganarse la plena credibilidad democrática. Pero sí ha difuminado los contornos de esa otra ‘mayoría social y política’, suma de los votos de PNV, PSE y PP y también de las fuerzas minoritarias -hoy en Bildu/Amaiur-, que se opuso al uso de las armas, de la amenaza y de la extorsión. La frustrada convocatoria del acto conjunto por el cese de la violencia ha evidenciado una quiebra en la gestión solidaria del final de ETA que puede agudizarse si el auge que las encuestas vaticinan al PP y a Amaiur va acompañado en Euskadi de un mal escrutinio del PNV y del PSE.
En la última semana, los peneuvistas ha intentado cuadrar el círculo haciéndose valer en la Moncloa de Zapatero, exigiendo pronunciamientos éticos a la antigua Batasuna y haciendo bandera, al tiempo, de la cuestión de los presos y el derecho a decidir.
Esa imagen del primer partido de Euskadi esforzándose en cubrir todos los flancos posibles se ha combinado con la fotografía del lehendakari despachando en sede oficial con Rufi Etxeberria y con el pacto Bildu-PP sobre la nueva estación de autobuses de San Sebastián. Semejante promiscuidad, cuando aún no han transcurrido dos semanas del cese de ETA, dibuja un nuevo tiempo desordenado e hiperactivo. El tiempo dirá si en ese roce a varias bandas, amparado en el pragmatismo de la desmemoria, la izquierda abertzale está dispuesta a renunciar a su tradicional voluntad de ‘pureza’.
Lourdes Pérez, EL CORREO, 31/10/11