Ignacio Camacho-ABC
- La nueva programación de contenidos en la escuela eleva el proceso de desculturación de la LOGSE a la enésima potencia
Entre el adoctrinamiento y la banalidad en la enseñanza casi es preferible el primero porque siempre hay modo de estimular fuera del colegio, en la familia por ejemplo, un espíritu crítico refractario al lavado de cerebro. La banalidad, en cambio, es un virus contagioso que infecta el pensamiento, le impide desarrollarse, lo acostumbra a ejercicios fáciles y condena al estudiante a una incapacidad intelectual vitalicia al inocularle el rechazo a cualquier aprendizaje que implique un mínimo manejo de las dificultades. Pero aún es peor la combinación simultánea de ambas lacras en la educación (?) de los escolares; juntos destruyen la libertad de espíritu al mismo tiempo que anulan la disposición al sacrificio. Y ése es exactamente el peligro que la implantación de la ‘ley Celaá’ introduce en los nuevos currículos. Una mezcla de proselitismo dogmático y vaciamiento de los contenidos que prescinde de cualquier rigor científico, histórico, lingüístico o humanístico para convertir la enseñanza en un laboratorio de ingeniería social del progresismo.
La nueva programación educativa eleva el proceso de desculturación de la LOGSE a la enésima potencia. El borrador parece una parodia de todos los estereotipos de la actual izquierda, desde las matemáticas con perspectiva de género o lo que quiera que sea eso hasta la «sostenibilidad interétnica», de la inclusividad al fomento de la inevitable resiliencia. Todo ello en primaria; la factoría de ocurrencias semánticas del sanchismo ha asaltado la escuela con su insufrible lenguaje de madera. Y no se trata sólo de los temarios sino del método, que por supuesto está basado en la emocionalidad, el autorreconocimiento sexual y el desdén por las reglas. Desaparecen la ortografía, el dictado, las conjugaciones, las decenas y centenas, los números romanos, la resolución de problemas, el cálculo mental o las operaciones de equivalencia. El error es una oportunidad y la memoria una reliquia añeja a sustituir por una abstrusas ‘destrezas’ que los alumnos ni siquiera deberán demostrar porque van a pasar de curso de todas maneras. Los que se opongan o simplemente se asombren ante este despliegue de trivialidades majaderas son carcamales fascistas enemigos del avance de la pedagogía moderna.
La instrucción pública resistirá porque dispone de profesionales entrenados en la resistencia al fracaso. Pero los niños que durante unos años -los que tarde en derogarse el engendro- sirvan de conejillos de indias en este ensayo sufrirán en carne propia los estragos de un enloquecido experimento didáctico que los dejará inermes para competir con las complejas exigencias del mercado de trabajo. Los más pudientes recurrirán a los centros privados, el último refugio frente a la sinrazón del populismo doctrinario. Pero la cultura media del país, que es la base de su capital humano, difícilmente se repondrá del daño.