Carlos Sánchez-El Confidencial
La declaración de independencia es el fracaso de todos. Pero sobre todo de la arquitectura institucional del país, que ha demostrado sus carencias para encauzar el debate
El historiador Mark Greengrass ha escrito en Revista de Libros un extraordinario artículo en el que recuerda uno de esos momentos transcendentales de la humanidad en los que el mundo acelera el paso. Greengrass se refiere a las célebres 95 tesis de Lutero, en las que el teólogo alemán planteó una reforma radical de la Iglesia.
Su importancia histórica es indiscutible y muchos piensan que el mundo moderno que hoy conocemos arrancó aquel 31 de octubre de 1517, hace ahora justamente 500 años, cuando Lutero clavó una hoja en la puerta de su cuarto para provocar el debate público aprovechando el avance técnico que supuso la reciente invención de la imprenta, sin cuya aparición su obra no hubiera tenido la difusión que tuvo. Lutero, como se sabe, pretendía provocar una discusión intelectual sobre la Reforma, y, de hecho, sus reflexiones de Wittenberg forman parte del patrimonio inmaterial de la humanidad, como lo son la Declaración de Independencia de EEUU -en lo que supuso de reconocimiento de la libertad individual y de los derechos inalienables del hombre- o el Manifiesto Comunista, que influyó de forma decisiva en las transformaciones sociales de los dos últimos siglos.
Greengrass sostiene que las 95 tesis de Lutero forman parte de “los diez documentos que cambiaron el mundo”.
Es probable que un historiador del futuro, cuando analice la reciente historia de España, se quede pasmado, y siempre perplejo, por la escasa enjundia intelectual en torno a la cuestión catalana, antes y después de la tramposa y demencial declaración de independencia, que arrastra a la nación española a una de esas crisis finiseculares a las que acostumbra cada cierto periodo de tiempo. Y que, afortunadamente, el presidente Rajoy ha cortado de cuajo convocando elecciones tras una revolución de opereta.
La ausencia de propuestas políticas constructivas, de papeles, de documentos, de ideas, de herramientas o de instrumentos para canalizar la discusión más allá del manido ‘y tú más’ ha sido de tal envergadura que muchos se sorprenderán de que en pleno siglo XXI el debate se hubiera reducido a un simplista: independencia, sí o independencia, no. O lo que es todavía peor, que a través de las redes sociales o de la televisión -una especie de ‘show’ de Truman- se ventilara un asunto lleno de aristas y necesariamente complejo. Y que, sin embargo, muchos han observado como si se tratara de la final de una competición deportiva en la que tiene que haber un ganador y un perdedor.
Es probable que un historiador del futuro, cuando analice la reciente historia de España, se quede pasmado por la escasa enjundia intelectual La ausencia de instituciones -en última instancia la mala calidad de la gobernanza del país- para canalizar el debate territorial no es nueva. Y refleja un problema de fondo de la democracia española que tiene que ver con su deficiente arquitectura institucional y con la mediocridad de su clase política debido a su perverso sistema de selección. Y que en el caso del debate territorial es palmario. No solo porque el Senado no ha cumplido en 40 años el papel de cámara territorial que le asigna la Constitución -y cuando ha salido de las catacumbas lo ha hecho, paradójicamente, para liquidar el autogobierno catalán-, sino porque el ‘entrismo’ en las instituciones por parte de los partidos políticos ha sido tan relevante que su autoridad deja mucho que desear.
Ni siquiera ha servido la Conferencia de Presidentes, un instrumento que hubiera podido ser eficaz, pero que la desidia de los políticos ha convertido en una asamblea meramente propagandista, y a la que en enero no asistieron ni el lendakari ni Puigdemont, lo que da idea de su inutilidad política. Precisamente, las dos comunidades (una de ellas foral) con mayores tensiones territoriales.
El Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas o el propio Poder Judicial son hoy entidades arrasadas, lo que explica que carezcan de esa autoridad -la vieja ‘auctoritas’- que en circunstancias como las actuales serían algo más que necesarias. Entre otras cosas, porque el Estado hace mucho tiempo que decidió diluirse en Cataluña, lo que ha provocado un ausencia total de referentes simbólicos y no simbólicos que ha dado paso, desgraciadamente, a la falsa creencia de que estamos ante un choque de dos legitimidades. Sin duda, por aquella imprudente sentencia del TC que abrió de manera irresponsable la caja de los truenos enmendando la soberanía popular, que en el caso del Estatut radicaba en el pueblo de Cataluña. Lo que unido a la desfachatez de una camarilla de sediciosos ha acabado por descoser muchas costuras malamente sujetas.
Como sostuvo Ernst Forsthoff*, “la soberanía confiere a su titular no solo el monopolio de la violencia legítima, sino también la capacidad, no compartida con nadie, de definir lo que es derecho y lo que no es; y ello, sin que haya lugar a sanción alguna en caso de mal uso de ese poder”. Y lo que hizo el TC fue despedazar aquel derecho inalienable, precisamente porque fue sancionado por las urnas.
Llorar por la leche derramada, sin embargo, sirve hoy de muy poco. Y bien harían los partidos constitucionalistas -en particular el PP y Cs- en abandonar las clases de derecho para abrazar la política y desmitificar con un discurso constructivo -ahora tienen la oportunidad de hacerlo acudiendo a las elecciones con una candidatura conjunta- varias decenas de años de estulticia intelectual independentista. Entre otras cosas, como han puesto de manifiesto algunos observadores, porque la independencia de Cataluña -que seguirá siendo una entelequia- no es un proceso jurídico, sino político. Y es la política, y solo la política, la que debe resolverlo durante al menos dos o tres generaciones,
El fin de la política Rajoy erró al plantear el ‘procés’ solo en términos jurídicos, justo lo contrario que hizo Suárez en la Transición, quien abordó los cambios legales desde la política, y no al revés. Probablemente, porque en este triste proceso, Rajoy, con su visión administrativa de la política, se ha dejado llevar por esa generación -menos gloriosa de lo que ellos se creen- de abogados del Estado que acompañan a la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, incapaces de husmear lo que pasa en la calle, y que, parafraseando a Fukuyama, entienden que ha llegado no el fin de la historia, sino de la política. Y un país de leguleyos va directamente al infierno.
Los sentimientos no caben en el código penal. La Constitución debe ‘constitucionalizar’ las competencias de las comunidades autónomas para evitar que se mercantilicen en el Congreso Como ha señalado el profesor Roig Molés, también los independentistas han engendrado una falsa apariencia de legalidad creando la imagen de que la construcción nacional pasa por aprobar leyes contumazmente ilegales que solo han pretendido regatear la acción del Estado, y que son papel jurídicamente mojado, pero eficaces políticamente. Dando, además, la falsa impresión de que el ‘procés’ es un camino democrático, cuando ha sido justamente lo contrario. Una de las lecciones que probablemente haya que extraer de todo lo que está pasando en Cataluña es que un país cuasi federal, como es el español, requiere instituciones dignas de tal nombre que canalicen el debate territorial, porque de lo contrario las regiones con instituciones y lenguas propias tenderán a disgregarse, y no solo por el adoctrinamiento en las aulas.
Y ahora que está de moda hablar de la Ley Fundamental alemana -por su influencia sobre el artículo 155-, no estará de más recordar que en su preámbulo cita uno a uno los nombres de los 16 ‘länder’, algo que ni siquiera hace la Constitución española por pura desidia. La Constitución debe ‘constitucionalizar’, precisamente, las competencias de las comunidades autónomas para evitar que se mercantilicen en el Congreso y así alcanzar mayorías parlamentarias. Ese es el origen del problema: dar alas a los nacionalistas para construir mayorías. Cataluña, sin embargo, y desde luego en este órdago, no será un Estado independiente, pero sus impulsores sí han logrado algo que costará mucho tiempo superar, además de la convivencia ciudadana: la pérdida de credibilidad de las instituciones, convertidas en simples marionetas del poder.