LIBERTAD DIGITAL 24/01/15
JESÚS LAÍNZ
Pasados ya algunos meses desde el fin de la un tanto histérica alerta por un ébola del que ya nadie se acuerda, demos gracias a Dios porque Teresa Romero haya vuelto a nacer y porque parece que la extensión de esta nueva peste en suelo español es improbable. Esperemos que también pueda controlarse en sus focos africanos.
Pero mientras la enfermera luchaba con la muerte, a algún desalmado todavía le quedaron ganas de hacer chistecillos. Ése fue el caso del exconsejero de ERC Josep Huguet, que aprovechó el tirón mediático del asunto para manifestar de nuevo el innato desprecio al resto de España que constituye el cimiento sentimental más profundo de eso que se llama catalanismo. Mezclando demagógicamente el virus con la política, Huguet lanzó al ciberespacio este simpático párrafo:
· La casta mantiene en cuarentena a Catalunya por el 9-N. El mundo pone España en cuarentena por el ébola. La peste española múltiple amenaza la estabilidad de la UE.
Evidentemente, sus correligionarios celebraron la gracia.
Ese desprecio visceral arrancó en torno al desastre del 98 en una Cataluña que hasta ese momento se había destacado precisamente por lo contrario, por ser la ferozmente española de todas las regiones. Pero el contraste entre una Cataluña económicamente pujante y una España política y militarmente decaída provocó eso que Joan Maragall definió entonces como una repulsión de raza y que, por culpa de los políticos que la han seguido azuzando, ha llegado, muy fortalecida, hasta hoy. Tan fortalecida que hasta ha contagiado a cientos de miles de hijos de otras regiones españolas, sobre todo las meridionales, que, ignorantes del desprecio provocado por su estirpe, se han apuntado al bando despreciador.
La cosa comenzó muy temprano. No había acabado aquel nefasto 1898 cuando Prat de la Riba, el padre fundador, escribió un opúsculo para explicar a los periodistas europeos que «los castellanos son un pueblo en que predomina el carácter semítico» por la «inoculación de sangre árabe y africana» consecuencia del 711. Carácter semítico que provocaba el apartamiento de España respecto de los «pueblos civilizados de Europa».
Por aquellos mismos años Pompeu Gener sostenía que como los catalanes «somos indogermánicos de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores». Por ese motivo
tenderemos a expulsar todo lo que nos importaron los semitas de más allá del Ebro: costumbres de moros fatalistas, hábitos de pereza, de obediencia ciega, de crueldad, de despilfarro, de inmovilismo, de agitanamiento, de bandería y de suficiencia estúpida.
Su correligionario Domènec Martí i Julià, director de manicomio, atribuía a los españoles, a diferencia de los catalanes, una acentuada tendencia hacia el crimen, el alcoholismo, la blasfemia y la fornicación. Incluso llegó a escribirse en alguna publicación catalanista, como por ejemplo La Tralla, que se desaconsejaban los matrimonios entre catalanes y españoles dada la afición de estos últimos a poner los cuernos.
Para evitar estos trastornos L’Estat Català, periódico de Frances Macià, animaba en 1923 a evitar el matrimonio con españoles:
· Es preciso infiltrar a la mujer catalana una máxima repulsión por toda unión que además de entregar al enemigo tierra y bienes catalanes, venga a impurificar la raza catalana.
Además, había que tener en cuenta que en la sangre española se agazapan varios inconvenientes. El periódico ¡Nosaltres Sols! publicó en 1931 una tabla de reglas de patriotismo sexual en la que se explicaba que «el individuo de sangre catalana-castellana es híbrido, infecundo, como no puede ser de otra manera» y que, aunque los vástagos que pudieran salir de tal unión podrían aprender la lengua catalana, el imperialismo y antiliberalismo innato y congénito en su padre perjudicará notablemente su catalanidad.
Cuatro años más tarde Josep Antoni Vandellós advertiría sobre el peligro para Cataluña proveniente «de la constitución de un tipo de hombre de cualidades raciales inferiores a causa de la asimilación de los elementos de la inmigración». Pero hasta para la coyunda hay clases, pues mientras que el cruce con aragonés podría hacer «perder en agilidad mental lo que se gana en tenacidad», con murcianos y andaluces era cosa distinta: «El verdadero problema lo constituyen los sur-levantinos». Efectivamente, los murcianos fueron el blanco del odio de los catalanistas del primer tercio del siglo XX, pues se les atribuyó la capacidad de contagiar a los catalanes el comunismo, el anarquismo y el tracoma.
Por exigencias del guión, tras 1945 hubo que cambiar algo el discurso aunque continuara el disgusto por la llegada de emigrantes del resto de España a la industria catalana. Pero a los dirigentes catalanistas no les pasó desapercibida la nueva oportunidad que podría jugar a favor de la futura Cataluña en su pulso con España: si se lograba asimilar ideológicamente a los recién llegados, aumentaría el peso demográfico de Cataluña en la misma proporción en la que disminuiría el de España. Y así Josep Maria Batista i Roca, presidente del Consell Nacional Català, celebraría en 1973 que en las tierras catalanas aumentamos de población ganando no-catalanes. En las tierras castellanas disminuyen de población perdiendo castellanos. Lo esencial es el balance demográfico final entre unos y otros, y su repercusión en la infraestructura demográfica del sistema de fuerzas centrífugas y centrípetas periféricas y centrales.
El tiempo le dio la razón, pues hoy muchos cientos de miles de acérrimos separatistas provienen de esa España tan despreciada de la que han renegado para sumarse al bando de los superiores. Una manera como cualquier otra de ascender en la escala social.
Es cierto: en España sufrimos una peligrosísima peste. Pero no se trata del ébola, de muy reciente aparición. La nuestra llevamos sufriéndola ya más de un siglo.