ABC 30/05/17
SERAFÍN FANJUL , ES DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA
· La picota ya no es el del rey, ni de los señores feudales, ni de los concejos, ahora es propiedad de una izquierda tan sectaria como indocumentada (no sé qué es peor) y se aplica, con o sin dianas a la puerta, en el ámbito laboral, en los medios de comununicación a los profesionales que no se doblegan, o en la desaparición de la vida cultural de los réprobos discrepantes. España toda es una picota, se ha batasunizado completa.
TENGO ante los ojos un antiguo grabado alemán cuyo centro ocupa una mujer ceñuda –no es para menos– montada en un borrico mirando hacia las ancas, aferrada por varios sayones y paseada entre la chusma, encendida y vociferante, que le arroja hortalizas y se mofa de ella. Casi lo de menos es el motivo: según explica el pie de imagen, el Castigo de la cizañosa. Y si por enredar y malmeter se recibe tal sanción, es obvio que por delitos o infracciones serias el asunto iba mucho más lejos. También en España. Y en todos los rumbos. Las Partidas de Alfonso X recogen como una parte de la punición de los delincuentes su exposición a la vindicta pública en la picota o en el rollo, a veces en fragmentos, después de descuartizados o decapitados en casos graves o, en los leves, enteros pero desnudos y bien enmelados y emplumados para que casi se los comieran las moscas y sujetos a los garfios y argollas encastrados en el rollo. Aún subsisten algunos en pueblos castellanos, como testimonio del poder real o de sus delegados. Por añadidura al daño físico se agregaba el escarnio del condenado que, por supuesto, quedaba estigmatizado y apartado de por vida, caso de conservarla.
Por desgracia, estas siniestras pruebas de la ferocidad humana no están lejos de nosotros: desde los cadáveres colgados y semidesnudos, para mayor ludibrio, de Mussolini y Clara Petacci a las oficiosidades justicieras (aunque menos cruentas) de sheriffs norteamericanos que exhiben a ladrones con carteles al cuello, ahora mismo; desde la exhibición por los nazis de mujeres alemanas enredadas con judíos hasta las infames –y numerosas– imágenes de francesas rapadas, desnudas y paseadas por las ciudades después de la retirada alemana, acusadas, básicamente, de haber tenido relaciones sentimentales con soldados del ejército ocupante. No bastaban los setenta mil ejecutados por «colaboracionismo», real o no: además era preciso ensañarse, por delitos menores, con quien se tenía a mano. Las crónicas medievales, o mucho más próximas, están plagadas de historias así, imposibles de resumir en este espacio. Y del Tercer Mundo, mejor no hablamos.
Pero lo que nos interesa aquí y ahora es la reaparición de prácticas similares entre nosotros, por el momento sin que la sangre alcance al río: ya veremos. Nos llegaban noticias de los vandálicos escraches argentinos, las turbas nicaragüenses, los repudios cubanos. De hecho, siempre lo mismo: el rebaño transmutado en jauría contra el disidente que, con su sola existencia, les recuerda sus contradicciones, cobardías, sumisión a lo políticamente correcto, su alienación, en suma. Los métodos son idénticos por doquier: la cencerrada, el aperreamiento y vilipendio de personas indefensas en las calles, en sus casas, en actos públicos. El Prestige y la guerra de Irak dieron cancha a los progres para hacer sus primeras armas en el género: Ana Botella, Ruiz Gallardón, M. Rajoy, Rita Barberá, Soraya Sáenz y unos cuantos más sufrieron insultos, abucheos y conatos de agresión, sin que la derecha política se diera por enterada, ni aun estando en el gobierno y al mando de las fuerzas de seguridad y la Fiscalía del Estado. Con más perplejidad e indignación que sorpresa contemplábamos y contemplamos la impunidad de la izquierda para agredir y ofender, sin más respuesta que vagos gimoteos en algún plató de televisión que se lo permite. Aunque tampoco la Justicia ayuda mucho a mantener el orden y el respeto entre los ciudadanos: si unos jóvenes airados irrumpen en un acto separatista, derriban un atril y profieren gritos tan peligrosos como «Viva España» y «Cataluña es España», merecen cuatro años de cárcel, por odio; si otras jóvenes, no menos airadas, interrumpen un acto religioso católico, medio encueradas, y gritan, pletóricas de amor y deseo de convivencia, «Arderéis como en el 36», «Vamos a quemar la Conferencia Episcopal» y otros lemas por igual balsámicos, ameritan absolución, porque la libertad de expresión es sagrada: ya veríamos lo que sucedería a quien se atreviese a decir lo que piensa realmente de la Justicia. Y es en balde preguntarse qué habrían dicho y hecho los mismos jueces si la liturgia profanada hubiera sido la islámica. Y ojo, porque ya lo dijo el clásico: «Con la Inquisición…¡chitón!».
La picota ya no es el del rey, ni de los señores feudales, ni de los concejos, ahora es propiedad de una izquierda tan sectaria como indocumentada (no sé qué es peor) y se aplica, con o sin dianas a la puerta, en el ámbito laboral, en los medios de comunicación a los profesionales que no se doblegan, o en la desaparición de la vida cultural de los réprobos discrepantes. España toda es una picota, se ha batasunizado completa.
La derecha política ahora plañe porque cada día le inventan, o exageran un caso de corrupción: ¿y qué esperaban? Mas en este universo de infamia no estamos solos: hace unos años, la campaña de acoso y desprestigio lanzada en Francia contra el profesor Robert Redeker, amenazado de muerte por los islamistas y perseguido por sus mismos compañeros del Liceo de St. Orens de Gammeville, le forzó a ocultarse (con protección policial incluida), recibiendo en su propio país un trato similar al de Ayaan Hirsi en Holanda y la causa de todo fue un artículo de título Contre les intimidations islamistes que doit faire le monde libre?
Aquí –como denunciaba Hermann Tertsch (ABC, 5-5-17), comparándolo con las desgracias del padre de Joachim Fest– tenemos a Alicia Rubio, profesora de instituto, culpable de objetar de forma razonada contra la ideología de género: se la destituye e insulta y se le impide violentamente hablar en público, sin amparo alguno de las supuestas autoridades académicas y políticas. A recordar que la presidenta de la Comunidad de Madrid –víctima ella misma de un escrache y de abundantes improperios cuando sufrió el accidente: no aprendió nada– ha sido campeona destacada en la persecución del autobús que proclamaba, sin atacar personalmente a nadie, algo tan novedoso y sorprendente como que «los niños tienen pene», aunque no recuerdo haberle oído una palabra a propósito de otro autobús –pura picota– en que se hacía escarnio de varios de sus conmilitones, algunos sin cargo ni acusación judicial de ningún tipo.
Malos tiempos estos en los que afirmar la evidencia se convierte en acto heroico. Y regresa la vara para mal medir: un autobús atacado por los voluntarios populares y paralizado por los guindillas a las órdenes de los nuevos amos; el otro paseando tan ricamente su simplista difamación de personas honorables, mientras no se demuestre lo contrario. Y si se demostrara, serían reos de las penas correspondientes, en ningún caso de ludibrio y mofa pública. ¿Habrá visto de una vez la derecha política a dónde nos llevan a todos sus pasteleos jurídicos con la izquierda y los separatistas? Yo no lo creo, ellos están «a lo que de veras importa».