Gregorio Morán-Vozpópuli

Ya sabemos que la Transición fue una eficaz construcción; últimamente el volumen de conversos transicionales cubre el horizonte

Creyó haber encontrado el piso idóneo. No era un chollo pero podía permitírselo tras pensarse bien el desembolso. María A., en la cincuentena, tres hijos, estaba a punto de cerrar la operación con el propietario, aunque antes quería verlo bien, no sólo en la pantalla. “Mire, yo me muevo en silla de ruedas y quiero comprobar que no tengo dificultades”. Se produjo un silencio, apenas un instante dijo ella. “Señora, soy un estafador, pero a una persona en silla de ruedas no se lo voy a hacer. Olvídeme”. Y colgó. María lo contaba sin poder contener la risa.

Desde que escuché la historia no he podido quitármela de la cabeza. Debe ser una debilidad mía, porque no soy capaz de entender la trascendencia social de un “piquito”, ni las derivadas políticas de ser “trans”, ni las consecuencias que te conciernen si te dan un premio, quizá porque nunca recibí ninguno, menos aún comprender el sentido de los anónimos en redes, sencillamente porque todo redactor de anónimos es un miserable, por principio. Sin embargo las reflexiones de un incidente tan común como la relación entre un estafador y su víctima me llevarían tan lejos que debo acotarlo a lo más cercano. No se trata de un asunto que se refiera al Código Penal sino a la pasta con la que está hecho el ser humano. ¿Y si dependiéramos de la piedad del extorsionador? Brutal, porque habría que dar por sentado que quienes nos extorsionan son gente sensible, aunque no sepamos precisar a qué.

Ya sabemos que la Transición fue una eficaz construcción; últimamente el volumen de conversos transicionales cubre el horizonte aunque olviden que tenía un precio y hay símbolos que nos lo recuerdan. Si la pareja feliz Luceño-Medina marcan la desmesura en la extorsión social; no por el volumen -apenas alcanzan los 8 millones en una época donde probamos las tallas XXL del mundo tecnológico- pero sí por la facilidad. Todo fue tan sencillo que achacarlo a la angustia de la pandemia sería engañarnos; sin Covid podrían haberlo logrado igual porque tenían los resortes que hacen infalible el método. Algo parecido en el caso del apartotel “El Algarrobico” de la costa virgen de Almería.

Cada época tiene fotografías que la retratan. Probablemente la fastuosa imagen de “El Algarrobico”, entre el mar y la paramera, acabe siendo más representativa que el desfile de los Juegos Olímpicos del 92. Lo tiene todo; el abandono que va achicando la pirámide, la pancarta delatora, la angustiosa sensación de vacío. Se estudiará como concentrado de todas las extorsiones posibles en una sociedad salida de la Transición: el ayuntamiento socialista de Carboneras que facilitó la primera piedra, los rigodones judiciales entre letrados postineros, magistrados bizcos e instituciones transversales indolentes. Todo para llegar a nada; el esqueleto del muerto sigue allí, sin entierro ni funeral, y ha devenido un ritual turístico. ¿Y si acabaran reasignándolo como parte de la Memoria Histórica?

Probablemente la fastuosa imagen de “El Algarrobico”, entre el mar y la paramera, acabe siendo más representativa que el desfile de los Juegos Olímpicos del 92

Hay que incorporar la extorsión a nuestro discurso político. Ya se ha ganado a pulso su presencia incontestable en la vida social y sería consecuente añadirlo como fórmula habitual en la política. Ya existe, sólo falta adjudicarle el marbete aunque nos da reparo porque forma parte de las expresiones fuertes, con variedad de interpretaciones. Calificar a alguien de “hideputa” -nuestro modo tradicional desde el siglo XVI para el “hijoputa” de toda la vida- no tiene mayor trascendencia, incluso hay quien lo usa como la fruta; no hace falta ni pelarla. (Lamento señalar como excepción que un juez de Barcelona, que no habría leído a nuestros clásicos, me condenó en primera instancia por decir que un bailarín gitano sobrado, por buen nombre Farruquito, se había comportado como un “hijo de puta” matando a un peatón en un paso de cebra mientras conducía el coche de alta gama que se acababa de comprar; no tenía carnet y huyó del lugar del crimen). “Extorsionador” tiene mucho más fuste.

Se ha alcanzado la extorsión por la palabra, o lo que es lo mismo, alguien puede decir una mentira con tanto empeño que tratar de desmontarla se convierta en alto riesgo. En Cataluña, que es un territorio muy propenso a los dobles lenguajes y no sólo por la feliz mezcla de lenguas, se mantuvo durante la efervescencia del Procés la idea de que la literatura no sólo era una mercancía de los escritores; también servía para el engrase institucional. Hay instituciones que necesitan ser engrasadas y nada da mayor juego que la extorsión. Durante 5 años (2013-2018) la eminente empoderada cultural Laura Borrás ejerció de “funcionario público al margen de la ley” (según sentencia) en la presidencia del Instituto de las Letras Catalanas, algo parecido al Cervantes de García Montero pero sin presupuesto galáctico. Cabe considerar que los escritores en lengua catalana se sintieran extorsionados por la cadencia de las subvenciones y sus particulares criterios inclinados a los amigos y amigas (aquí es importante la división en géneros).

Se sorprenderán pero nadie que yo sepa se alarmó entre los escribas por la estafa pública, salvo el Tribunal que la acaba de condenar a 4 años y medio de cárcel. Tampoco es el caso de levantar la voz sobre el Cervantes, el más relevante de los pozos de extorsión de nuestra cultura mediática; proveedor de viajes, cursos y saraos varios. Los procedimientos de extorsión en la cultura han ido dejando una pátina desde hace tantos años que la convierte ya en pieza museable.

Con premeditación había dejado a un lado la política en sentido estricto. ¿Cómo se puede interpretar las palabras del Presidente cuando asegura en un mitin a su tribu: “volveremos a ganar las elecciones”? Eso hoy se dice “contrafáctico”, versión académica de la falsedad. Igual que referirse a algo que “no es viable ni constitucional”, de uso habitual por los ingenios del PP y que te deja perplejo por la distancia entre lo que se puede hacer (lo viable) y lo accesorio (la constitución).

No hace falta Nostredamus para prever que la extorsión entra de lleno en la vida política. Donald Trump ejerce de Puto Amo de verdad, no de plastilina. No es banal que en la Moncloa hayan contratado a un periodista jabalí, Idafe Martín; no era suficiente con una columna en “El País”, lo querían en casa propia, no de alquiler. Le instalan con salario de Estado en el edificio monclovita de sarcástico nombre, “Semillas Selectas” -no es un chiste- y nos dará momentos mediáticos extraordinarios, que para eso le pagan. En situaciones como las que vivimos los extorsionadores no son anónimos ni hay lugar para la piedad.