A pocos se les escapa que Sánchez lleva un sexenio armando piñatas contra el Estado de Derecho y contra la Nación, en provecho propio y de los sosias que lo sustentan en La Moncloa como un tentetieso. Empero, quien carece de más sentido de Estado que el suyo propio se encoleriza con quienes osan convertirle a él mismo en otra piñata que personifica la destrucción del régimen constitucional. A este fin, pone los recursos gubernamentales que niega del Rey abajo todos contra los enfebrecidos que montan estas garatas. Tal gesto autocrático contra un ejercicio satírico que se asienta en algunas tradiciones locales evidencia uno de los síntomas que más identifican al totalitarismo: la proscripción de la risa. “La única filosofía crítica que nos queda”, según argüía Octavio Paz.
En esta embudiforme España sanchista que desarma el Estado ante los separatistas, la exaltación de los terroristas o la quema de símbolos nacionales, este émulo de “Yo, El Supremo” adopta el victimismo del privilegiado. Luego de incendiar la política y de alzar un muro para obstruir una alternancia consustancial a la democracia, transfiere la carga de sus actos a los otros como chivos expiatorios. Pero, por más que lo apetezca, Sánchez no puede ignorar los efectos del fuego que prende. Ello no es óbice para censurar a quienes les dan réplica con parejas artes. Como tampoco para desenmascarar a los fariseos de los escraches como “jarabe democrático de los de abajo” y que, estando arriba, los repudian al volverse como un bumerán contra su impostura.
En El arte de la mentira política, el médico y satírico escocés John Arbuthnot, en esta mordaz diatriba de la Inglaterra del XVIII, diagnostica muy bien a Sánchez tras verificar la predisposición del ser humano al engaño y más cuando se le hace creer “falsedades saludables con un buen fin”. En la catalogación clínica de Arbuthnot, Sánchez miente por traslación, endosando a los demás su culpa para presentarse como el lobito bueno al que maltratan los corderos. A este respecto, le sobra desenvoltura para mostrarse insolente y descarado como si fuera el agraviado. De ahí que avive la lumbre con una hiperbólica denuncia con ribetes esperpénticos sobre la piñata en su contra para que sirva, además, de cortina de humo de sus mercedes y gabelas al secesionismo.
Fue lo que le pasó a Casado y puede volverle a acontecer a Feijóo esta semana cuando le urja sus votos para compensar los que niega Puigdemont al macrodecreto anticrisis
Frente a quien requiere de la tensión y está dispuesto a lo que sea y como sea, no hay que distraerse con sus maniobras orquestadas ni con la de aquellos otros que, pugnando por combatirle, le favorecen desfogándose con regocijos banales que Sánchez traduce en penales. Entre el escapismo del Gobierno y esas vías de escape de una ciudadanía impotente que contempla con dolor coómo se demuele desde dentro el exitoso modo de bienestar y libertad de los últimos 45 años por quien prometió guardarlo y hacer guardar, hay que usar la inteligencia y una constancia que van más allá del desfogue airado. Por eso, la oposición no debe hacer de aguador para atemperar la resaca de un borracho del poder como Sáncheztein, aunque se presente como un sediento cuando sus socios le encarecen el precio, pero con los que nunca romperá del todo. Fue lo que le pasó a Casado y puede volverle a acontecer a Feijóo esta semana cuando le urja sus votos para compensar los que niega Puigdemont al macrodecreto anticrisis, que es como una apetitosa salchicha de Frankfurt siempre que uno no se empeñe en averiguar lo que encierra.
No en vano, el proceso en marcha, como ampliación del catalán, está aniquilando el orden constitucional, corroyéndolo sin el ruido de un desplome, de modo que no despierte a esa ciudadanía alegre y confiada que se deja cocer en el agua templada como la crédula rana hasta perecer sin advertirlo. Con el argumento estúpido de que la Constitución de 1978 no es militante, a diferencia de aquellas otras que imposibilitan la participación de quienes obstruyen sus fundamentos, se declina su defensa y se propicia su desmoronamiento por minorías deletéreas con la anuencia de quien, con tal de sostener el timón, tanto le da la navegación.
Con demasiada frecuencia, se echa en saco roto que “la democracia nos necesita tanto como nosotros a ella”, como formuló en su discurso de despedida la canciller alemana Ángela Merkel. Sabía bien de lo que hablaba tras sufrir la falta de libertad en la comunista República Democrática Alemana. “La democracia -explicó- no nos vino regalada. No está ahí sin más, sino que tenemos que trabajar unidos para mantenerla (…) A veces, temo que demos por hecha la victoria de la democracia como si no tuviéramos que luchar por ella. Como si se transfirieran de generación en generación por inercia”. Se socava, desde luego, cuando se tira de “mentiras, desinformación, resentimiento y odio”, como expresó en su obituario político, está inadaptada, según el documental de 2022 de Eva Weber, por partida triple -mujer, científica y alemana del Este-, que se erigió en líder del mundo libre, si bien su errada política inmigratoria de última hora hizo que, como tantas biografías políticas, terminara mal, pese a ser jaleada por los emigrantes beneficiados.
¿Qué cabe colegir con una Carta Magna no militante en un país que privilegia las minorías soberanistas y a las que Sánchez supedita la gobernación tras perpetrar éstas un golpe de Estado que se ha comprometido a amnistiar para que vuelvan a hacerlo sin cortapisas?
Si esto se aplicaba Merkel con una Constitución militante como la alemana contra los desleales, así como contra leyes habilitantes de Hitler para mutar la República de Weimar en un Estado Nazi con el führer como depositario de la soberanía, ¿qué cabe colegir con una Carta Magna no militante en un país que privilegia las minorías soberanistas y a las que Sánchez supedita la gobernación tras perpetrar éstas un golpe de Estado que se ha comprometido a amnistiar para que vuelvan a hacerlo sin cortapisas? ¿Hay ejemplo más ilustrativo de suicidio inducido de una nación y de cómo se destruye una democracia desde dentro con los muchos callando y los pocos carcomiéndola como termitas?
Pese a todo, la democracia da, a veces, en los entornos más extremos, muestras de encomiable vigor y preserva sus valores sin arriarlos. Acaeció en la II Guerra Mundial cuando la Cámara de los Comunes resistió abierta debatiendo incluso una moción de censura contra Churchill mientras Londres soportaba las razias aéreas alemanas. Y ha vuelto a suceder en la única democracia de Oriente Próximo. Así, en pleno conflicto en la Franja de Gaza tras el ataque terrorista del 7 de octubre de Hamás contra Israel, causante de 1.200 muertos, el Estado judío ha resguardado la división de poderes y la independencia judicial. Su Tribunal Supremo ha tumbado este plan del primer ministro Netanyahu por su letal daño a Israel como país democrático. El Movimiento para la Calidad del Gobierno, promotor de unas protestas que se alargaron treinta semanas, señaló su gozo en estos clarificadores términos: “Un Gobierno y unos ministros que pretendían escapar del control judicial han sabido que existen jueces en Jerusalén, que hay democracia, que hay separación de poderes”.
Como contrapunto al Londres en llamas de la década de los 40 y al Israel en guerra con quienes persiguen su desaparición, así como indicativo de la degradación institucional de la España sanchista, conviene recordar dos episodios: De un lado, cómo Sánchez clausuró las Cortes durante el Covid-19, a la par que usurpó atributos de Jefe de Estado, lo que le supuso ser reprobado por el Tribunal Constitucional; de otro, cómo arrolló los derechos de la oposición en la tramitación del desafuero Frankenstein, a través de una enmienda a otra norma, para acelerar la renovación del TC. Tal anulación le acarreó al TC y a su presidente, Pedro González-Trevijano, un carrusel de improperios del Ejecutivo por boca del ministro Bolaños y de los presidentes de las dos Cámaras Legislativas, Meritxel Batet y Ander Gil, todos socialistas, cuyas andanadas no difirieron de la verbalizada por el ministro de Justicia israelí, Yariv Levin, achacando a los togados “arrogarse todos los poderes” y de quitar “la voz a millones de ciudadanos”.
Claro que estas dos sentencias opuestas a los abusos de Sánchez se produjeron -sirva de aviso a navegantes- contra un antagonista furibundo como el hoy presidente del TC, Cándido Conde-Pumpido, siempre inclinado a acreditar en Derecho las tropelías socialistas primero con Zapatero, como Fiscal General del Estado, y hogaño con Sánchez en esa posición tan cimera en la que se ha encaramado con la pértiga de sus servicios al PSOE.
Si la alteración de Netanyahu y de otras de similar tenor frenadas en la Unión Europea en dos antiguos países comunistas como Hungría y Polonia, así como un conato de amnistiar en Rumania a militantes del partido en el Gobierno, tenían como fin privar al Poder Judicial de su capacidad de veto contra las decisiones del Ejecutivo y del Legislativo exentas de “razonabilidad”, aquí Sánchez se ha asegurado el dominio del TC, al tiempo que ultima su asalto al órgano de gobierno de los jueces. Buscando reducir la reglamentaria renovación del Consejo General del Poder Judicial a un intercambio de cromos con Feijóo, trata de laminar la independencia judicial como mera extensión del Ejecutivo, al igual que ya es el TC de Conde-Pumpido. Por no referirse al Poder Legislativo donde Sánchez place un ama de llaves, Francina Armengol, atenta a los antojos del inquilino monclovita.
Mientras organiza esa piraña contra la democracia, Sánchez se victimiza con la carnavalada escenificada a las puertas de la sede del PSOE, al tiempo que persiste en su mefistofélica Alianza Frankenstein y reabre una bipolarización cainita que lacró una modélica Transición
Salvaguardando la ineludible división de poderes, la Corte Suprema de Israel ha atajado una deriva que se acelera y agrava en España sin que quepa esperar mucho de la negociación entre Sánchez y Feijóo con el comisario Reynders de veedor. Con las elecciones europeas a pique de un repique, éste último poco hará para desbloquear la renovación y cambiar una ley del Poder Judicial adulterada en 1985 por el PSOE para enterrar a Montesquieu. Al revés que en Hungría y Polonia, o Israel, donde sus ciudadanos han desaprobado en las calles las contrarreformas de sus Ejecutivos, aquí el sanchismo lo relativiza tan chuscamente como para que el procaz ministro Óscar Puente sea el “portacoz” adecuado. A propósito de la proposición de ley que borra el golpe de Estado de 2017 en Cataluña y dota de impunidad a los penados por el Tribunal Supremo, declara que “la amnistía es el problema de quienes no tienen problemas (…) de los privilegiados”. ¡Qué trascendencia puede tener volar el Estado de Derecho en cachitos!
Una fruslería a lo que se ve para quienes anhelan que la ciudadanía viva en la inopia y se desentienda de la suerte del régimen constitucional. Justo en una encrucijada en la que el desenlace del forcejeo entre el Ejecutivo y el Legislativo de un lado, y el Judicial del otro, marcará el designio democrático con un autócrata Sánchez que, con neocomunistas y soberanistas, planea lo que Netanyahu ansió con la extrema derecha y los ultraortodoxos. Mientras organiza esa piraña contra la democracia, Sánchez se victimiza con la carnavalada escenificada a las puertas de la sede del PSOE, al tiempo que persiste en su mefistofélica Alianza Frankenstein y reabre una bipolarización cainita que lacró una modélica Transición.
Como ponderó el escritor y político Benedetto Croce, al capitular su país sin lucha al totalitarismo fascista, como ahora España se vence hacia otro de distinta índole, pero igual fin, “ni lejanamente se me hubiera ocurrido pensar que Italia se dejara quitar de las manos la libertad que le había costado tantos esfuerzos y que su generación la consideraba conquistada para siempre”. No hay victorias completas ni derrotas a las que no quepa darle la vuelta. Basta quererlo y poner medios para que el intento no sea baldío.