SE RUMOREA que Pablo Iglesias no termina de caer bien y yo no termino de entender por qué. Lo afirma el CIS, lo transmiten informes internos de Podemos, lo demuestra la recuperación de voto que ya atribuyen a Pedro Sánchez. El Renacido igual acaba riendo el último, es decir, devolviéndole a su previo burlador la vengadora sonrisa del destino. «Caemos de manera preocupante», reconoció Carolina Bescansa ante el sanedrín, del que ya no sabemos si ella forma parte, porque allí donde están Pablo e Irene, la santísima dualidad de Podemos, no cabe espíritu que complete la trinidad. Dos son compañía, tres son multitud y el resto es Gente.
El partido malva no se explica cómo hay españoles, e incluso españoles de izquierdas, a los que no alcanza el haz de carisma del líder, y medita fórmulas para reconstituir la declinante simpatía hacia el compañero secretario general. Sus asesores no habrán leído a Eugenio D’Ors pero se ciñen a su elegante consejo: «Hasta en la abyección hay que mantener las formas». El problema es que eso ya se intentó antes de dos elecciones y no dio resultado, y se comprende, porque Suárez no legalizó a los comunistas para que tengan que andar camuflándose 40 años después.
Yo creo que Pablo Iglesias está bien como es él, con su ceño fruncido y su coleta flamígera, y al que no le guste que se vaya con Errejón, cuya aseada figura pegaría en la grada del Rayo lo mismo que Cañamero en el palco del Bernabéu, adonde de todos modos ya invitan a cualquiera. De un tiempo a esta parte don Pablo adereza los tuits con emoticonos que endulzan sus diatribas, y el efecto es el mismo que causaría una tarántula sobre un trozo de bizcocho, por decirlo con Chandler. También comercializa pins de su moción de censura –le falta un año para lanzar una fragancia– y retuitea videojuegos donde fulmina corruptos con su mirada magnum de Zoolander empoderado. A mí todo esto me recuerda demasiado a aquel PP alipori-pop de Basagoiti y Oyarzábal. A Pablo estoy seguro de que también le abochorna que lo quieran volver pimpolludo y abrazable como gato instagrámico, porque él no ha venido a este mundo para atraerse el favor de burgueses venidos a menos sino para acaudillar pueblos como Agamenón.
Eso al menos es lo que revela su firma. Yo soy un gran aficionado a la grafología y he tenido ocasión de estudiar detenidamente la firma de Pablo Iglesias. ¿Adivinan ustedes a la rúbrica de qué otro político español se parece la de Iglesias como un impuesto a una tasa? Exacto. A la de Mariano Rajoy Brey. Ambos firman con su nombre y su primer apellido subrayados por una línea ascendente. Es la firma arquetípica del mando en plaza. Sin garabatos ni florituras propias de amanerados. Son dos personas nacidas para conseguir y retener el poder, y la caligrafía les delata. Es la pinza llevada hasta al autógrafo. Si uno impone una jerarquía vertical en su organización, el otro también; si uno se burla del pobre Sánchez, el otro también; si uno se equivoca de botón en los Presupuestos, el otro tres veces.
La mayor diferencia que existe entre ambos, adherencias ideológicas al margen, es que Mariano cae mucho mejor que el PP mientras que Pablo cae mucho peor que Podemos. Un día deberíamos probar a intercambiarlos: Rajoy dirigiendo Podemos e Iglesias al frente del PP. Más que nada por constatar, oh sorpresa, que igual no pasaba absolutamente nada distinto de lo que pasa.