Ignacio Camacho-ABC
La epidemia ha sacado a la luz otras dos Españas: la responsable y la insolidaria, la inconsciente y la asustada
Poco antes de que el presidente del Gobierno anunciara en la tele la declaración del estado de alarma -sin concretar medidas, lo que da pábulo a la sospecha de una improvisación de circunstancias-, en las costas de Valencia y Alicante hubo que cerrar algunas playas, mientras las autoridades de Murcia denunciaban la llegada de una auténtica avalancha. Mucha gente, de Madrid sobre todo, ha aprovechado la concomitancia del cierre de los colegios y del permiso para teletrabajar y ha huido de la capital cercada por la infección organizándose una suerte de vacaciones anticipadas. A primera hora de la tarde, la M-30 vivía una estampida propia de la Semana Santa. Al tiempo que Sánchez comparecía, en ciertas ciudades andaluzas el vecindario
disfrutaba del perfume del azahar tomando cervezas en las terrazas, en una rara demostración de calma que contrasta con la angustia que ha arrasado los supermercados y agotado la existencia de alcohol y glicerina en las farmacias. En Sevilla, en los bares que veo desde mi ventana, había grupos en amable tertulia de sobremesa sin guardar la aconsejable distancia, ajenos en apariencia a la gravedad de la amenaza. El coronavirus parece haber dejado al descubierto otras dos Españas: la desasosegada y la irresponsable, la preocupada y la insolidaria, la sobrealterada y la desentendida, la inconsciente y la asustada. Cada una tiene algo de la otra y a ambas les ha llegado la hora de unirse a la fuerza bajo la consigna ingrata de un inminente confinamiento que va a encerrar a todo el país en su casa para intentar que los ya agotados sanitarios trabajen con el mínimo de funcionalidad necesaria.
En un contexto como éste resulta desgraciadamente imprescindible imponer la situación técnica y legal de emergencia. Una sola autoridad -el calificativo de competente lo tiene que merecer- que coordine la respuesta de una Administración heterogénea con enorme desagregación de competencias. El modelo autonómico está pensado para condiciones de normalidad que evidentemente no se cumplen en una epidemia ante la que es menester organizar muchas fuerzas dispersas. Y pese a todo el avance tecnológico, el método de contención es muy antiguo: establecer diques físicos, limitar la movilidad de las personas para frenar la velocidad de propagación del virus. Eso sólo se puede hacer desde el viejo Estado, el denostado centralismo.
Sólo que, claro, el mando centralizado es para usarlo. No se entiende que el Gobierno decrete medidas urgentes a plazos y deje en las comunidades el control de un problema inmediato. Esas playas cerradas testimonian que no todos los ciudadanos se saben comportar a la altura de la gravedad del caso, y alguien tendría que estar tomando decisiones excepcionales que acaso deberíamos haber adoptado de modo voluntario. En cuestión de liderazgo es evidente que no estamos ni de lejos en las mejores manos.