IGNACIO CAMACHO-ABC
- Sánchez ha descubierto el frentismo perfecto: el que promete defender el sistema mientras lo deconstruye desde dentro
Fundéu ha elegido ‘polarización’ como palabra del año, pero con los mismos o parecidos motivos podría haberla proclamado palabra del siglo porque la estimulación (artificial) del desencuentro civil lleva más de dos décadas instalada en el escenario político. No sólo en el español: de la mano de los populismos de todo signo, la técnica del enfrentamiento ha cuajado en algunos países de la Unión Europea, ha permitido a Trump acceder –y quizá regresar– a la presidencia de los Estados Unidos, ha fracturado casi toda Latinoamérica –Chile, Brasil, Perú– y ha dividido en dos bloques a los argentinos. En España comenzó a aplicarla Zapatero hace dos décadas, la continuó Pablo Iglesias y Sánchez la ha elevado al grado paroxístico. Todos recurren al mismo método: la construcción, o invención más bien, de un enemigo para arrastrar a toda la sociedad a ese marco mental ficticio que el boliviano García Linera, inspirador de la tesis de Errejón, llamó «el empate infinito». El soporte posmoderno de la vieja teoría del frentismo.
A Sánchez hay que reconocerle una aportación novedosa, que consiste en envolver la demonización del adversario bajo un melifluo lenguaje de moderación, centralidad y llamadas al diálogo, al tiempo que deconstruye su discurso y desacredita su palabra obligando a su electorado a un continuo ejercicio de contorsionismo moral para seguir ese endiablado ritmo de giros tácticos. Lo más notable es que le ha funcionado; de hecho es la razón principal que lo sostiene en el cargo pese al mal rato del último verano. El espantajo de la ultraderecha ha permitido que sus votantes despenalicen el engaño después de haberlo normalizado. Y una vez salvado el ‘match-ball’ ha añadido una vuelta de tuerca al pactar con Puigdemont la amnistía, en la seguridad de que sus seguidores la consentirán como han consentido el resto de sus promesas incumplidas: sólo por el bien mayor de contribuir a que sobreviva el sedicente bando ‘progresista’.
El arrepentimiento perplejo y tardío de intelectuales como Javier Cercas demuestra el éxito de esa estrategia: una cierta izquierda biempensante se negó a sí misma la evidencia de que estaba apoyando a un líder antisistema. Los populistas clásicos no se disfrazan; al contrario, proclaman su rechazo a la convencionalidad institucional y se proponen romperla. El presidente español practica idéntico desdén por las reglas pero se ofrece como paladín de su estricta obediencia gracias al predicamento social de unas siglas –las del PSOE– que ha convertido en una carcasa hueca. Así ha logrado un estado de polarización perfecta, más intensa y cerrada mientras más la niega. Y la ha decorado con la metáfora de un muro levantado para proteger a media España –la suya, la del lado correcto, la buena– de la otra media. Sombreros fuera: la ocurrencia de una democracia de guetos no está al alcance de cualquiera cabeza.