ANTONIO MUÑOZ MOLINA-EL PAÍS

  • Se ha constituido toda una organización dedicada a la depuración de lo que ha ocurrido, a la eliminación de todo aquello ofensivo, desagradable, o tan solo molesto, para las hipersensibilidades del presente

Poco a poco el pasado se va volviendo inaceptable, a no ser que su crudeza, sus convulsiones sombrías, sean sometidos a una especie de pasteurización, a un proceso de corrección y limpieza parecido al de las fotos de Instagram. El pasado es confuso, difícil de comprender, más alarmante todavía para las personas que habitan el presente como provincianos que no han salido nunca de su tierra, ni tienen deseo de hacerlo, y viven convencidos de que como en ella no se vive en ninguna parte, aunque la información que posean sobre el mundo exterior sea muy escasa, y en general reducida a lugares comunes. Hay un orgullo, un narcisismo, un nacionalismo del presente, y la frontera que lo separa de toda la extensión y la riqueza del pasado es cada vez más cercana, y más hermética, fortalecida por la ignorancia y el desdén.

En todas las ventanas de los trenes antiguos, que eran abatibles —una de las muchas deficiencias del pasado— había impresa una advertencia: “Es peligroso asomarse al exterior”. Ahora se nos avisa por todas partes de que es peligroso asomarse al pasado. Por eso abundan tanto los pasados seguros, de un exotismo confortable, como esos parques temáticos que recrean el Londres de Jack el Destripador o la Edad Media de los caballeros y los torneos, o esas exposiciones “inmersivas” en las que uno puede pasearse por los campos de trigo deslumbrantes de sol de Vincent van Gogh sin el menor peligro de sufrir una insolación o perder el juicio. Mucho más seguro que leer libros rigurosos de historia es leer novelas históricas. La Historia tiende a parecerse al “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, carente de sentido” que según el monólogo tenebroso de Macbeth es la vida humana. Con dignas excepciones, las novelas históricas de ahora, y las series lujosas inspiradas por ellas, proyectan sobre el pasado los valores más ortodoxos del presente, y lo pueblan de mujeres guerreras empoderadas en el siglo XVII, o en la Europa ocupada por los nazis, o de diversidades étnicas imposibles, aunque meritorias, de hombres blancos rapaces y machistas y nativos o nativas de una integridad admirable, respetuosos de las identidades no binarias ni heteronormativas, cuidadosos del medio ambiente. Son los pasados ideales y pedagógicos de las películas de animación de Disney. La misma compañía que en otras épocas cultivó sin el menor escrúpulo y con inmensos beneficios los terrores infantiles y los peores estereotipos racistas ahora se ha afiliado a la beatería multicultural.

El pasado es un museo cavernoso que cada vez recibe menos visitas, una gran biblioteca donde se acumulan millones de libros escritos en idiomas que casi nadie se toma ya la molestia de estudiar o transmitir. Borges habla en un cuento del caudillo de un ejército invasor que hace quemar entera una biblioteca, temiendo que en alguno de aquellos libros pueda haber una palabra ofensiva contra su dios. De manera más meticulosa, y también más eficiente, ahora se ha constituido en el mundo toda una organización policial dedicada a la depuración del pasado, a la búsqueda y en caso necesario eliminación de todo aquello que pueda ser ofensivo, desagradable, dañino, o tan solo molesto, para las hipersensibilidades del presente.

Es una policía múltiple y secreta, omnipresente y también invisible. En algunos casos, la tecnología le concede unos poderes que no habrían podido ni soñar los esbirros de la vieja escuela. Tengo pruebas: la Policía del Pasado —creo que las mayúsculas le dan la importancia que merece— se infiltró hace algún tiempo en mi Kindle y provocó modificaciones significativas en varias novelas de James Bond que tenía guardadas en él, y que había leído en parte por puro deleite, en parte para documentarme, mientras escribía una novela, sobre esa masculinidad caricaturesca de tan extremada que retrató Ian Fleming, y que probablemente ayudó a inventar: era la masculinidad del cine de espías de los años sesenta, y de los anuncios de tabaco, de coches y alcoholes destilados, que se imprimían a toda página y a todo color en los semanarios internacionales de entonces, en los que las mujeres aparecían como apéndices y adoradoras de aquellos hombres triunfales, caballeros andantes con trajes de Mad Men que lo mismo disparaban una pistola automática igual que encendían un mechero de platino.

Ian Fleming era uno de esos escritores brillantes y algo banales que saben retratar reveladoramente la superficie de su tiempo, igual que la retrata un anuncio o una tendencia de la moda. Pero además tiene el grado suficiente de calidad de estilo para sugerir la ambivalencia y la ironía de la literatura. Ironía y ambivalencia no son valores muy apreciados por la Policía del Pasado. Sin avisarme ni pedirme permiso, alguno de esos agentes se ha ocupado de borrar en mi Kindle muchos de los términos racistas o sexistas o colonialistas de las novelas que yo leí hace años, no sé si para proteger mi sensibilidad, ya muy estragada, o para evitar que se me contagien los rasgos deplorables del carácter de James Bond, mucho más interesante en las novelas que en las películas inspiradas por ellas. Pero resulta que en Bond no hay nada que no sea deplorable, y que al mismo tiempo no sea paródico, un recrearse en el estereotipo que es también su burla. Corregir su vocabulario es como borrar digitalmente los cigarros y el humo que envuelven siempre a Humphrey Bogart.

En toda policía política se mezclan la eficacia y la incompetencia, lo temible y lo irrisorio. En estos días la Policía del Pasado, usando una de sus múltiples tapaderas, en este caso el British Board of Film Classification, ha encontrado un delito donde otro cuerpo policial dotado de menos perspicacia o recursos solo habría visto jubilosa y azucarada inocencia, nada menos que en Mary Poppins, la institutriz voladora, la eternamente virginal Julie Andrews. Ya no se puede confiar en nada. En esa película de 1964, en apariencia tan risueña, con sus colores simples de cuento ilustrado, un personaje lunático, un almirante retirado que dispara cada tarde un cañón a la puerta de su casa, dice dos veces la palabra “Hotentotes”, una de ellas dirigiéndose a los niños que tienen las caras ennegrecidas de hollín. En la prosa administrativa que es la lengua universal de esta policía, la Oficina de Clasificación dice que la película “incluye un término derogatorio originalmente usado por europeos blancos hacia pueblos nómadas del sur de África” y, por lo tanto, tiene “el potencial de exponer a los niños a lenguajes o comportamientos discriminatorios que a ellos pueden parecerles perturbadores y que pueden repetir sin darse cuenta de su carácter ofensivo”. Hasta ahora, Mary Poppins la podía ver cualquiera desde los cuatro años. Ahora la edad adecuada se retrasa a los ocho, y se aconseja “parental guidance”.

No tengo la menor nostalgia de los modelos de masculinidad que prevalecían en mi adolescencia, ni la menor duda sobre la brutalidad de la explotación colonial en África, o sobre la aceptación generalizada y vergonzosa del racismo. Precisamente para ejercitarnos contra los prejuicios y contra los abusos que muchas veces nadie ve es para lo que necesitamos conocer sin maquillaje el pasado: y mirarlo con los ojos y los oídos abiertos, sin miedo a las palabras, cobrando conciencia de que nosotros ahora, en nuestro presente, también estamos ciegos a injusticias que se volverán evidentes con el paso del tiempo, y quizás mereceremos ser juzgados con la misma dureza que nosotros dedicamos a quienes vinieron antes: se nos pedirán cuentas por el estado en que habremos dejado el mundo, y por la crueldad con que habremos tratado a los seres humanos más vulnerables y a los animales.