- Antes el político sólo podía modular su mensaje en función del auditorio. El nuevo escenario digital permite decir a cada grupo de electores una cosa diferente, fomentando la polarización.
Al caer el Muro, en mitad del naufragio, Ernesto Laclau descubrió que existía un sujeto revolucionario mucho más prometedor que el proletario, tan tendente a aburguesarse ante condiciones materiales propicias: las identidades.
¿Y eso qué era? Pues todo grupo a cuyos miembros se pudiera convencer de que estaban oprimidos y de que la izquierda lo compensaría: las mujeres, las minorías étnicas, las sexualidades alternativas… Ah, y también se podían apuntar los pobres si se refinaban un poco y abandonaban su perturbador racismo.
La idea, entonces, era sustituir al ciudadano por colectivos enfurecidos, y la dificultad de presentar un discurso que agrupara sus enfados de forma coherente fue rápidamente zanjada por Laclau: nada de coherencia. Había que sustituir los argumentos por «significantes vacíos», es decir, chorradas.
Entonces el populismo así definido necesitaba que, para propagarse por ella, la sociedad estuviera previamente contaminada por dos patógenos: rabia e incoherencia. Hubo que esperar veinticinco años, pero entonces, por razones no previstas por Laclau, las condiciones ya eran propicias. No sólo para el populismo de izquierdas, sino también de derechas.
«Si la responsable de software de la campaña hubiera sido atropellada por un autobús, el Reino Unido habría permanecido en la Unión Europea», decía Dominic Cummings, cerebro del Brexit. Con esto quería decir que la novedad que había propiciado el sorprendente resultado era la posibilidad de afinar el tiro y lanzar mensajes electorales personalizados al votante gracias a internet y las redes sociales.
«Las burbujas de información independientes permite decir una cosa y la contraria, y mentir descaradamente, sin que las posibilidades electorales se resientan»
Pero había algo aún más revolucionario en el nuevo escenario digital: permitía decir a cada grupo de electores una cosa diferente. El político tradicional sólo podía modular levemente su mensaje en función del auditorio (podía enfatizar una cosa cuando estaba ante un grupo de jubilados y otra ante unos obreros metalúrgicos), pero debía mantener cierta coherencia porque los canales de información (periódicos y televisiones) eran compartidos por todos.
Ahora ya no hace falta. La existencia de burbujas de información independientes permite decir una cosa y la contraria, y mentir descaradamente, sin que las posibilidades electorales se resientan. Así se salva la necesidad de coherencia y queda resuelto uno de los problemas de Laclau.
Pero además las redes parecen potenciar muy eficazmente la frustración: la aparición de los smartphones coincide con un brusco incremento de ansiedad y depresión de los jóvenes. Las plataformas necesitan tener permanentemente enganchado al usuario, y para eso deben proporcionarle novedad y espectáculo. Tal vez por esto el usuario acaba convertido en una especie de niño malcriado, adicto a todo tipo de berrinches y acostumbrado a culpar a otro de sus males.
Es tentador pensar que este ecosistema ha sido el que ha propiciado la eclosión de las causas histéricas del woke. En todo caso la rabia, el segundo de los ingredientes de Laclau, está indudablemente presente en nuestra sociedad.
Unos años antes que Laclau, Anthony Downs había formulado una teoría de la democracia mucho más amable. Ordenados en un eje de izquierda a derecha según sus preferencias políticas, decía, la distribución de electores que se obtiene es una campana de Gauss, con el grueso en el centro.
Como al político le interesan los caladeros más grandes se verá obligado a centrar y moderar su mensaje, y los extremos, que son los más histéricos y propensos a la rabia, quedarán condenados a deambular por la periferia de la democracia sin que sus preferencias sean atendidas.
Pero ahora, en el tiempo de la rabia y la incoherencia, al político le resulta más rentable polarizar, incorporar a sus extremistas (que acaban dictando sus mensajes), y canalizar la furia de su rebaño contra el resto de la comunidad. Ahora no hay una campana de Gauss sino dos, los extremistas más estrafalarios consiguen llegar a los gobiernos, y el punto de ruptura social cada vez está más cerca.
Y, claro, desde fuera de nuestras sociedades occidentales nuestros adversarios se frotan las manos. Y alimentan el proceso.
*** Fernando Navarro es exdiputado de Ciudadanos y exviceconsejero de Transparencia en Castilla y León.