Guillermo del Valle-El Español
  • Lo que estamos viviendo en España no es un debate público honesto con posiciones enfrentadas, sino algo que se parece más a un estercolero donde propios y extraños pacen complacidos.

El vodevil de las últimas semanas va adquiriendo un tinte cada vez más grotesco.

El que fuera mano derecha del presidente del gobierno de España, José Luis Ábalos, ofrece declaraciones que parecen sacadas de la última secuela de cine berlanguiano, en una “entrevista” que ni siquiera alcanza la consideración de amarillista puesto que no deja de forma parte de un espectáculo infamante.

La dictadura del clickbait tampoco ayuda a una reflexión serena y profunda sobre los grandes males que nos asolan.

Triunfan la frivolidad más irresponsable y el sectarismo más atroz.

No puede sorprender que la calidad de nuestra democracia se resienta a ritmo acelerado.

Torrente, el brazo tonto de la ley, aquella colección de caricaturas que pergeñó con cierta maestría Santiago Segura, parecería hoy un ejemplo de costumbrismo elegante en comparación con la colección de personajes zafios y casposos que desfilan por periódicos y televisiones: comisionistas, chanchulleros, amigos de tal, padrinos de cual, fontaneros sin escrúpulos, aprendices de matones reputacionales y profesionales del medro… sin oficio y con pingües beneficios.

La sombra de corrupción se cierne sobre el Gobierno, sí, pero hay algo mucho más grave: las instituciones parecen cautivas de intereses particulares y caciquiles.

La política se desnaturaliza porque se enajena su prioridad: el bien común, el interés general.

Cuando la cosa pública aparece colonizada con intereses económicos, familiares, grupales o personales, es legítimo preguntarse si no estamos culminando el mayor proceso de privatización de todos: el vaciamiento democrático de la sociedad, su total despolitización, la cronificación alarmante de la desafección en los representantes y en las instituciones.

«España no lleva en su razón de ser esa innata pulsión suicida, o no debería, aunque a veces los hechos se empeñen en desmentirlo»

Siendo todo ello grave, hay algo aún peor. La sociedad española se proyecta dividida en trincheras artificiales y cerriles. Es la polarización absurda y cainita, que nos persigue al modo del Duelo a garrotazos de Goya, pero a la que no nos condena ninguna maldición genética.

España no lleva en su razón de ser esa innata pulsión suicida, o no debería, aunque a veces los hechos se empeñen en desmentirlo.

Aborrezco la impugnación habitual de la polarización que suele hacerse desde varios sectores ideológicos. Es habitual que se proponga eludir cualquier confrontación política o que se sostenga que las clásicas divisiones ideológicas han desaparecido.

No lo creo.

Es cierto que el eje izquierda-derecha resulta insuficiente para explicar las preferencias políticas de una sociedad compleja en pleno año 2025.

Para empezar, resulta caricaturesco enunciar estas divisiones en singular, como si no abarcaran corrientes y propuestas muy diferentes, incluso enfrentadas entre sí.

Para seguir, la estrechez de miras gobierna el análisis político, por cuanto el eje izquierda-derecha debe ser complementado por otros criterios a la hora de entender políticamente un mundo cambiante: globalización, nacionalismo, proteccionismo, identitarismos, cosmopolitismo o universalismo.

La polarización no es necesariamente algo negativo, si nos tomamos en serio la democracia y los conflictos que le son inherentes: sociales, económicos, de clase, productivos, fiscales, territoriales o geopolíticos.

Lo que estamos viviendo en España se explica, sin embargo, desde parámetros muy distintos. No es un debate público honesto, con posiciones enfrentadas, sino que, con frecuencia, se parece más a un estercolero donde propios y extraños pacen complacidos.

El folletín casposo que estamos viviendo es un bochorno, no sólo porque la corrupción tenga un enorme coste social, sino porque supone un descrédito total para las instituciones representativas. Es letal para los que creemos en la necesidad de un Estado verdaderamente social y democrático, que respete el imperio de la ley como garantía de las libertades de todos, frente a la arbitrariedad y a la impunidad.

¿Acaso nos extrañarán luego la desafección y la antipolítica, cuando las abonamos a diario?

El cierre de filas con «los nuestros», hagan lo que hagan, conforma el síntoma definitivo de una profunda degradación democrática y moral. Otro ejercicio de corrupción, en este caso social.

Es la izquierda quien debería tomarse más en serio el ámbito de «lo público» y de la política. Cuando se utiliza para el interés personal, partidista o familiar, para todo tipo de chanchullos, la política desaparece, el bien común se difumina y el interés público queda destrozado.

«¿Por qué aplicar parámetros identitarios recalcitrantes a la política a pesar de que cualquier aproximación libre de prejuicios hacia lo que está pasando conduzca a la vergüenza ajena y al hastío?»

Todo este espectáculo constituye una verdadera privatización, cutre y cínica, de la vida pública y una despolitización peligrosa de la sociedad, cada vez más escéptica y descreída en nuestros representantes.

¿Qué tiene de socialista la enajenación generalizada del bien común?

¿Por qué hay que cerrar filas con los escándalos si uno cree en la redistribución de la riqueza, en la justicia social o, incluso, en la superación de un sistema económico de desigualdades estructurales, pobreza y explotación de tantos seres humanos?

¿Por qué aplicar parámetros identitarios recalcitrantes a la política o resignarnos a comulgar con pesadas ruedas de molino, a pesar de que cualquier aproximación libre de prejuicios hacia lo que está pasando conduzca a la vergüenza ajena y al hastío?

No creo que España sea un país especialmente corrupto, ni que los escándalos que estamos conociendo sean la única, ni siquiera la principal corrupción que debemos enfrentar. Las hay estructurales y que trascienden el ámbito de los partidos.

Ahí están los intereses económicos de grandes grupos de presión que, con frecuencia, encuentran un cauce sencillo para condicionar a los poderes democráticos, imponiendo su arbitraria voluntad por encima de leyes comunes, procedimientos y deliberaciones democráticas.

Pero es indudable que el populismo cesarista ha penetrado en nuestra vida pública y pretende agravar dinámicas ya bastante consolidadas.

Un debate repleto de zafiedades, clamorosamente vacío, tristemente alejado de los problemas cotidianos de los ciudadanos, sin reparo alguno en generalizar mentiras e incumplimientos, encubriéndolos cínicamente como “cambios de opinión”, la ambición del poder a toda costa y la volubilidad de los principios, al más puro estilo de Groucho, el único Marx que ostenta mando en la plaza pública.

El populismo, además, vive ajeno al “coste de oportunidad”, que era algo que la izquierda tradicional y el socialismo democrático siempre habían tenido claro. En política se elige y se adoptan decisiones y, por tanto, no se puede contentar a todo el mundo.

Cuando uno acomete una reforma fiscal o laboral, es posible que deje insatisfechos a muchos, aunque trate de salvaguardar valores que forman parte del bien común de la sociedad. Al gobernar, se adoptan decisiones, a veces poco rentables en términos electorales.

El populismo nos infantiliza y elude el coste de oportunidad. Es capaz de prometer aumentos de gasto público, pero evita explicar a quién subirá los impuestos, aunque haga falta acometer decisiones que para un sector de la población resultarán impopulares.

Prefiere señalar a empresarios concretos que establecer leyes laborales que recuperen indemnizaciones por despido o salarios de tramitación.

Prefiere culpar de todo al capitalismo, en vez de acometer políticas de reindustrialización de nuestro modelo productivo o de incremento de la inversión en I+D.

Entiende mucho más satisfactorio anunciar a bombo y platillo leyes burdas que dividan la sociedad en trincheras identitarias que nos enfrenten y dividan, en vez de garantizar la memoria económica de políticas públicas imprescindibles si nos tomamos en serio la justicia social o la dignidad humana (véase el sangrante caso de la ELA o los problemas en materia de dependencia o viudedad).

Las palabras no cuestan nada y se las lleva el viento.

Corren malos tiempos para la política, precisamente en el momento en que más falta hace que se atienda a la sociedad con una genuina vocación de servicio público.

No podemos aceptar que la degradación alcance cotas culminantes y posiblemente irreversibles, como aquellas a las que apunta el indicador más inquietante de todos: cuando los intereses personales se imponen al general y los principios quedan sepultados por la descarnada ambición de poder a cualquier precio.

*** Guillermo del Valle Alcalá es secretario general de Izquierda Española.